Hemos sido hechos por Él y para Él - Alfa y Omega

Hemos sido hechos por Él y para Él

Domingo de la 4ª semana del tiempo ordinario / Marcos 1, 21b-28

Jesús Úbeda Moreno
'Cristo predicando en el templo'. Guercino
Cristo predicando en el templo. Guercino. Foto: artvee.com.

Evangelio: Marcos 1, 21b-28

En la ciudad de Cafarnaún, y el sábado entró Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas.

Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar:

«¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó:

«¡Cállate y sal de él!».

El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos:

«¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

Comentario

Este domingo encontramos en la narración de san Marcos la primera actuación de Jesús en público. El Reino de Dios que anuncia Jesús ya ha llegado y se manifiesta con el poder de la palabra y de las obras. Con los discípulos a los que acaba de llamar se dirige a Cafarnaún, que se convertirá en una de las ciudades de referencia de su ministerio público. Su enseñanza en la sinagoga —en sábado—, provoca el asombro de todos porque enseña con autoridad. Como expresión de dicha autoridad libera a un hombre que estaba poseído de un espíritu inmundo, lo que provoca a su vez que todos queden estupefactos. Les sorprende esto último, porque Jesús lo realiza no siguiendo las formulaciones y los largos y complicados procedimientos de los exorcistas de la época, sino con una orden tajante: «¡Cállate y sal de él!» (Mc 1, 25). De igual modo el asombro por la predicación de Jesús es provocado porque no lo hace «como los escribas» (Mc 1, 22). Esta comparación continua es un criterio indispensable de verificación de la propuesta de Cristo. Cada uno podía hacer este camino viendo en su propia experiencia la diferencia. Era un método al que Jesús continuamente hacía referencia, puesto que relacionaba adecuadamente el elemento objetivo y subjetivo en el conocimiento de la verdad. «Venid y veréis» (Jn 1, 39). La autoridad de Jesús residía en la certeza y el esplendor de la verdad que comunicaba con su vida. Jesús lleva a cumplimiento lo que anunciaba Dios del futuro profeta: «Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18, 18). Él es la Palabra del Padre, enseña de lo que le ha oído al Padre (cf. Jn 8, 38). Es la Palabra viviente que Dios dirige a la humanidad. El asombro era el signo de la correspondencia inmediata entre lo que proponía con sus palabras y obras y lo que esperaba el corazón como deseo de significado y unidad de vida. La unidad con el Padre y la acción del Espíritu Santo hacía palpable en la experiencia humana el reconocimiento asombrado de la verdad de la vida, del significado de todo. Era una manifestación de la concepción de la vida inmediatamente reconocible como lo más adecuado y pertinente, aunque luego aparecieran resistencias e inercias autosuficientes y autorreferenciales. Nadie podía evitar ese asombro que nos identifica constitutivamente como criaturas en relación con el Creador. Ni siquiera los que estaban aleccionados y anestesiados por el poder eran capaces de evitarlo, aunque un segundo después su medida se impusiera por delante de lo que habían visto sus ojos. Aquí precisamente es donde radica la esperanza y la fuerza de la misión. En la certeza verificada de que Jesús es «el camino, y la verdad y la vida» (Jn 14, 6) se fundamenta y alimenta la autoridad del testimonio cristiano. El esplendor de la belleza de la vida cristiana es lo que permite que se propague su fuego. No existe mayor autoridad que la de aquel que hace posible en la historia que el corazón pueda encontrar y reconocer el amor para el que ha sido pensado y creado: el amor del Padre manifestado en Cristo por la acción del Espíritu Santo. El mismo amor que hace posible la humanidad frágil y ungida de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. Si la Iglesia se presenta ante el mundo con autoridad es precisamente la autoridad que le ha sido otorgada por expreso deseo y mandato de Cristo de continuar la misión que el Padre le encomendó: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado» (Mt 10, 40). Con esta autoridad y confianza la Iglesia es enviada al mundo en el nombre de Cristo y con la fuerza del Espíritu con el fin de que todos puedan encontrar la verdad de la vida que Dios ha pensado para cada uno de nosotros. Esta es la vocación y la alegría de la Iglesia y donde radica su autoridad.