Hace cincuenta años, no había persona medianamente cultivada que no hubiese leído algún libro del escritor francés Maxence Van der Meersch. El recorrido por sus títulos tenía ya algo de sobrecogedor o, cuanto menos, proyectaba una inquietante sombra de turbación existencial. Cuerpos y almas, Cuando enmudecen las sirenas, Porque no saben lo que se hacen, Una esclavitud de nuestro tiempo, Leed en mi corazón, El pecado del mundo, La máscara de carne. Eran libros que reflejaban un combate angustioso, muy propio de las circunstancias terribles de la Europa que siguió a la Gran Guerra. Eran textos de un cristiano ferviente, destinados no al ocio despreocupado, sino a la lectura ansiosa de quien busca dar sentido último, vigor moral y comprensión diaria de una vida, tal y como la entiende el Evangelio. Textos de una militancia católica, afirmada en tiempos de violencia y totalitarismo y tan poco recordada ahora, como si nada importara aquella resistencia con la que una pléyade de intelectuales formidables mostró su cólera en defensa de los pobres, su sobria aceptación de la libertad del hombre para salvarse o condenarse, su altiva esperanza abriéndose paso en las tinieblas de una época abrumada por el terror.
Maxence Van der Meersch es uno de estos escritores olvidados. Murió joven, poco antes de cumplir los 44 años. La muerte le alcanzó en enero de 1951, cuando su éxito editorial y el respeto por su obra se hallaban en su plenitud desde que tiempo atrás ganara el Premio Goncourt con La huella del dios. Pero mucho más importante que el aplauso de la crítica literaria fue el modo en que su talento consiguió transmitir los valores de un cristianismo inconformista a la clase media europea en un momento crucial en que, despojada de todo prestigio, arrojada al basurero de la historia por los revolucionarios se veía tentada por los promotores del fascismo. Había que tener un coraje especial para ofrecer a aquel mundo vacío y feroz una obra profunda, asentada en el misterio de la condición humana, la esperanza de la redención y la fe en el destino de las criaturas de Dios. Los que muchos consideran hoy una escritura sermoneadora y blanda parecen no haber entendido ni la fuerza literaria de la ternura de su narrativa en aquella sociedad despiadada ni la energía desplegada por sus monitorias palabras en un tiempo solo atento a las consignas cuarteleras.
Un tesoro de sinceridad
Volver a leer a Meersch es encontrarse, de pronto, tras un largo periodo de frivolidad cultural, hedonismo superficial y arrogante relativismo, con un auténtico tesoro de sinceridad, de vuelo a ras del hombre, de caridad infatigable, de búsqueda de eternidad. Y de llamar a las cosas por su nombre, de un modo del que se burla este tiempo cínico y desmemoriado que ha olvidado la rectitud exigida, más allá de la fe, por una civilización nacida del mensaje de Jesús. Palabras como renuncia, abnegación, sacrificio y, sobre todas ellas, la robusta esperanza, la incómoda esperanza, la exigente esperanza de llegar a ser mejores cada día, caminando por el sendero de la virtud.
Leo de nuevo uno de los textos menores de Meersch, María, hija de Flandes. Un libro que, como cántico a la bondad del corazón sencillo, es, en sí mismo, un libro humilde. Siento por esta novela una querencia especial, a sabiendas de que en ella no existe la majestuosa construcción de Cuerpos y almas ni la valiente denuncia de la modernidad anticristiana que admiramos en El pecado del mundo. Germain Demunster, inversor arruinado por una estafa, escapa a la justicia y se refugia en Brujas, donde ha pasado su infancia y donde vive aún su madre. Aquel burgués cínico, especulador adinerado, venerador de rituales de alta sociedad en los que se incluye un matrimonio de interés, hallará un revulsivo contundente en el ejemplo de la vida admirable, de recia humanidad, que le brindan algunos seres cuya ingenua devoción siempre había despreciado. El sacrificio y el rechazo de María, un antiguo amor de juventud, le mostrarán que la libertad del cristiano no consiste en dejarse llevar por la pasión o el instinto, sino en elegir el bien, lo que depure el alma en una tarea perseverante de perfeccionamiento. María le muestra el contenido íntimo de la existencia: escoger el pecado y su falsa alegría, o preferir la virtuosa exigencia de la felicidad. Si la misma historia de abnegada búsqueda del bien parece hoy tan fantasiosa, ello solo nos indica cuán lejos estamos de la tensión moral que la inspiró y hasta qué punto hemos dejado de vivir como se espera de un cristiano.
Porque, en efecto, sordos estamos a lo que las campanas de la catedral le dicen a Germain cuando las oye ya lejos de la ciudad: «Nosotras somos los antepasados, los testigos. Nosotros somos la voz de una raza a la que todo un pasado lleno de esfuerzo ha enseñado el sentido de la existencia… Valor, valor, Germain. El más inútil de estos sacrificios nunca ha resultado enteramente en vano. Y hasta cuando lo son, son de aquellos con los cuales se nutre el alma y se exalta».