El centenario del nacimiento del cardenal Agostino Casaroli, Secretario de Estado de san Juan Pablo II, nos sirve para recordar a un trabajador incansable en la negociación vaticana con la Europa comunista. Tuvo ocasión de sufrir el martirio de la paciencia, por la cerrazón de unos gobernantes convencidos de haber encontrado el mejor de los sistemas, aunque al peso de su cruz también contribuyeron las incomprensiones desde el interior de la Iglesia. Sin embargo, Casaroli tuvo siempre muy en cuenta el párrafo 158 de la Pacem in terris:
«Importa distinguir entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se trate de personas que desconocen por entero la verdad, o la conocen sólo a medias, en el orden religioso o en el orden de la moral práctica. Porque el hombre que yerra no queda por ello despojado de su condición de hombre, ni automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida siempre en cuenta».
Tales eran las enseñanzas de un Pontífice santo, Juan XXIII, dispuesto, con el cúmulo de la experiencia de sus destinos diplomáticos difíciles en Bulgaria, Turquía y Francia, a salir al encuentro de quienes estaban alejados o eran hostiles a la Iglesia, y que además creían obrar en nombre de la justicia.
Casaroli fue el servidor fiel y prudente al que los Papas confiaron misiones discretas. San Juan Pablo II recordó en su funeral su preocupación constante por la defensa de la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de la misión encomendada por su Fundador. Solamente desde la perspectiva de una fe recia, se puede entender la primera visita de Casaroli a Budapest en 1963, en traje civil, sin conocer el idioma y viajando de noche por una ciudad desconocida. Sus estancias al otro lado del telón de acero tenían por finalidad salvar las estructuras eclesiales legítimas, acosadas por un poder totalitario. La salvaguarda de los buenos pastores iría en beneficio de unos fieles sometidos a un implacable proceso de descristianización.
Aquel monseñor vaticano sabía actuar contra toda esperanza y frente a la coraza de las posiciones inamovibles de sus interlocutores, y respondía con delicadeza hasta hallar un punto de encuentro con el corazón de la persona, en un intento de mitigar el peso de la ideología y de la voluntad de poder. En ocasiones, hizo uso de la pedagogía del sentido común, pues ni siquiera los comunistas yugoslavos, supuestamente más moderados que sus vecinos, conocían bien a la juventud a la que pretendían adoctrinar. En cambio, Casaroli, que había sido capellán de una cárcel de menores en Roma, supo recordarles que, cuanto más insistieran en imponerles el marxismo, más reaccionarían encerrándose en ellos mismos, aunque externamente, y por interés propio, muchos aplaudieran las consignas oficiales. En efecto, pronosticó a sus interlocutores que, en un futuro más o menos lejano, se darían cuenta de haber construido en el vacío y obtenido el efecto contrario. La imprevista caída de los regímenes comunistas le dio la razón.