En su felicitación de Navidad a la Curia, el Papa ha dicho que, 60 años después del Concilio, seguimos debatiendo sobre la división entre «progresistas» y «conservadores», mientras que la diferencia que verdaderamente importa se da entre «enamorados» y «acostumbrados». A la hora de analizar y ponderar el momento que vive la Iglesia podemos detectar esta sustancial diferencia. Y conste que los «acostumbrados» pueden ubicarse en el territorio de un tradicionalismo vacío del acontecimiento de Cristo o en el de una ruptura suicida con el testimonio apostólico.
Francisco ha pedido que «nos escuchemos sin prejuicios, con el corazón, de rodillas». Y ha recordado el sabio consejo de san Ignacio de «estar más dispuestos a salvar la proposición del prójimo que a condenarla». Para eso, hace falta permanecer conmovidos ante el acontecimiento de Cristo que se manifiesta hoy. Eso establece la diferencia que importa: «enamorados» (y el amor es un juicio del corazón) o «acostumbrados» (bien instalados en nuestra medida).
La carcoma de la costumbre acecha a quienes vivimos en la Iglesia. El asombro y la maravilla del inicio pueden reducirse fácilmente a reglas y esquemas, de modo que, en vez de caminar con Cristo por paisajes desconocidos, con todos los riesgos que conlleva, preferimos, a veces, establecernos y defendernos. Así ha sido desde la primera generación apostólica. Y, sin embargo, dice Francisco, la Iglesia debe interpretar los signos de la historia en cada momento con la luz del Evangelio, para comunicar a todos el amor del Padre. Eso solo es posible si se reaviva el amor.
El Papa ha pedido a sus colaboradores más cercanos «permanecer siempre en camino, con humildad y admiración, para no caer en la presunción de sentirse satisfechos y para que no se apague en ellos el deseo de Dios». Sería banal pensar que esa conversión solo es necesaria en las estancias vaticanas; la necesitamos todos. Tenemos que suplicarla con humildad y será más fácil en compañía de tantos testigos que se nos regalan, los que Francisco llama los «santos de la puerta de al lado». En definitiva, permaneciendo en el hogar de la Iglesia donde, por fortuna, nunca dejan de surgir.