Hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén - Alfa y Omega

Hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén

Sábado. Octava de Navidad / Lucas 2, 36-40

Carlos Pérez Laporta
'Presentación en el templo'. Vidriera en la iglesia de Santa María Magdalena en Oxford
Presentación en el templo. Vidriera en la iglesia de Santa María Magdalena en Oxford. Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Lucas 2, 36-40

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

Comentario

Lo normal hubiera sido que esta mujer viviera desesperada. «De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro». ¿Qué podía aguardarle a ella? ¿Qué cabía esperar? Cuando se es joven es fácil imaginar formas futuras, que permitan vislumbrar lo que se espera: un marido, unos hijos, una vida familiar,… Pero todas aquellas imágenes habían sido borradas de un plumazo.  Un instante juntos, después todo fue separación y soledad. Podía parecer todo una broma de mal gusto, una trampa absurda del amor. ¿No le valía más la pena no haberse casado nunca? ¿Merece la pena amar lo que se pierde? Y cuando se ha perdido, ¿qué le queda al corazón?

Ana, desde que perdió a su marido, «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día». Lejos de haber desesperado, vivía en una tensión total por aquello que estaba por venir. Ana ya solo esperaba. Había entendido que el ser humano solo ama lo pasajero, porque no conocemos más que personas que, como nosotros, pasan. Nuestro amor es la relación esencial que establecemos con los pasajeros: amar es querer como propio lo que no nos pertenece y se va. Por eso, el amor es pura promesa: amar es suplicar a Dios que nos dé para siempre lo que amamos; de lo contrario el amor no es más que frustración.

Por eso, esta mujer, al ver a Jesús comprendió que había llegado la buena noticia para todos los que «aguardaban la liberación de Jerusalén». Si Dios se ha hecho hombre, toda la vida pasajera tiene un misterioso valor eterno.