Últimamente las redes y los corrillos del ambiente eclesial están plagados de dedos que apuntan a otros, con nombres y apellidos. A veces dicen sutilmente, como lobos con piel de cordero. Otras veces, la batalla es campal y no hay miramientos a la hora de proyectar acusaciones unos, férreos escudos otros. El informe del Defensor del Pueblo, sin ir más lejos, está dando grandes posibilidades a algunos medios y analistas de acá y acullá de poner en la picota pública a personas concretas para tener cabezas de turco, como si eso solucionase algo a las víctimas, las verdaderas protagonistas, los realmente importantes nombres y apellidos. No es el único caso. Hay una turba tuitera, liderada en ocasiones por sacerdotes, que utilizando su situación de poder moral son capaces de tachar hasta de herejes a aquellos con los que difieren. Disentir es necesario. La corrección fraterna es evangélica —«si tu hermano peca, repréndelo estando los dos a solas»—, pero el escarnio público dista mucho de la Palabra y de esto que destaca Luis Marín sobre el Papa bueno, quien no era partidario de «una Iglesia a la defensiva, hostil y fuertemente crítica», sino que prefería «la misericordia a la severidad».