El generoso obispo de Los miserables, va camino de los altares
La Conferencia Episcopal Francesa va a abrir la causa de François Melchor Charles Bienvenu de Miollis. Víctor Hugo se inspiró en él para crear a Charles François Bienvenu Myrel, cuya bondad incita el cambio de vida de Jean Valjean
La Conferencia Episcopal Francesa, reunida en Lourdes, ha decidido abrir la causa de beatificación de François Melchor Charles Bienvenu de Miollis, obispo entre 1805 y 1838 de Digne, una localidad de la Alta Provenza. Es uno de los obispos más conocidos de la historia, pero solo por haber pasado a las páginas de un clásico de la literatura, Los miserables, de Víctor Hugo. En la novela adquiere los rasgos de Charles François Bienvenu Myrel, el obispo que acoge al expresidiario Jean Valjean y lo sienta a cenar a su mesa. Sin embargo, Valjean le roba esa noche su cubertería de plata y escapa hasta que es detenido por la Policía. La reacción de Myrel es bien conocida: no solo niega que le haya robado, sino que regala a Valjean dos candelabros, al tiempo que le dirige estas palabras: «Jean Valjean, hermano mío, ya no perteneces al mal, sino al bien. Yo compro tu alma, la libero de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios». Desde entonces, Valjean emprende una nueva vida e intenta responder con buenas obras al perdón recibido.
Los miserables se publicó en 1862 y pronto adquirió una gran popularidad. Sin embargo, a muchos amigos del escritor, como la novelista George Sand o el historiador Jules Michelet, les sorprendió que la novela se inicie con la aparición de un obispo ejerciendo la caridad en una época marcada por el anticlericalismo, en la que ser caritativo y humilde solía interpretarse como una conducta hipócrita y convencional. Gustave Flaubert expresó su rechazo hacia lo que consideraba una deshonesta combinación entre catolicismo y socialismo. Charles Baudelaire habló de una caridad hiperbólica, es decir, exagerada. Alphonse de Lamartine no simpatizaba con las palabras de Myrel y decía que el libro era peligroso para el pueblo porque desataba la pasión por lo imposible.
El retrato que Víctor Hugo hace de Myrel no es nada corriente. Su caridad hacia los pobres llega hasta el extremo de alojarlos en su palacio episcopal mientras él mismo elige como residencia un hospital. Añade el escritor: «Un santo que vive en un arrebato de abnegación es un vecino peligroso; podría perfectamente transmitir por contagio una pobreza incurable». Todo un contraste con la corrupción de la política y la sociedad de su tiempo que Hugo fustiga en estas páginas. Acierta el escritor cuando pone en boca del obispo que el verdadero nombre de Dios es misericordia, «el más hermoso de todos los nombres». Hugo no era creyente, aunque hizo suya la convicción cristiana de que la justicia debe de ser rebasada por la misericordia.
Ordenado sacerdote en 1777, Melchor Charles Bienvenu de Miollis (1753-1843) se negó en 1790 a jurar la Constitución Civil del Clero, que sometía a los eclesiásticos al Estado. Para evitarlo se exilió en Roma. En 1811, durante el Concilio de París convocado por Napoleón, se resistió a sus pretensiones contra el Papa Pío VII.
¿Era así Bienvenu de Miollis? No parece que Víctor Hugo le conociera personalmente, pero debió tener ocasión de tratar en París al general Sextius de Miollis y al prefecto Honoré Gabriel de Miollis, hermanos del prelado, allá por la década de 1830. Ellos le hablarían de un hombre que estuvo más de 30 años en el episcopado hasta que presentó su renuncia al cumplir los 85 años. Narrarían su amor a los pobres y cómo extendió el Evangelio en su diócesis con visitas pastorales en una época de descristianización. Luchó contra el espíritu de un tiempo en el que la fe se ocultaba por respetos humanos. Su vida estuvo marcada por la devoción eucarística y el cuidado de la liturgia, unos detalles que no aparecen en el Myrel de Víctor Hugo, del que se resalta principalmente que el «amaos los unos a los otros lo asumía por entero, y esta era toda su doctrina».
Agnieska Tombinska, una escritora polaca descendiente del obispo, reflexionaba sobre si De Miollis hubiera tenido el gesto de regalar los candelabros a Valjean. En la novela la Policía detiene al ladrón y muchos aplaudirían porque se ha hecho justicia y el mal ha sido castigado. Sin embargo, Tombinska está convencida de que el obispo real, que vivía intensamente el Evangelio, habría actuado del mismo modo por aquello de que «al que te quite el manto, no le niegues la túnica» (Lc 6, 29). El prelado no habría exigido la devolución de la cubertería familiar, no se habría apegado a ella porque «el que ama a su padre, o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37).
Uno de los mejores elogios de De Miollis lo hizo el canónigo Louis Jerôme Bondil en su funeral, el 12 de septiembre de 1843: «Para ser grande a los ojos del mundo hay que alzarse y brillar. Para ser grande a los ojos de Dios, es todo lo contrario. Hay que humillarse y practicar sin alboroto la virtud».