Su palabra sana la herida - Alfa y Omega

Su palabra sana la herida

Lunes de la primera semana de Adviento / Mateo 8, 5-11

Carlos Pérez Laporta
'Jesús y el centurión en Cafarnaún'. Miniatura del Codex Egberti. Biblioteca de Tréveris, Alemania
Jesús y el centurión en Cafarnaún. Miniatura del Codex Egberti. Biblioteca de Tréveris, Alemania.

Evangelio: Mateo 8, 5-11

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole:

«Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho». Le contestó:

«Voy yo a curarlo».

Pero el centurión le replicó:

«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: “Ve”, y va; al otro: “Ven”, y viene; a mi criado: “Haz esto”, y lo hace». Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían:

«En verdad os digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos».

Comentario

«No soy digno». ¿Cómo puede tener «tanta fe» sin merecer aquello en lo que cree? ¿Cómo puede esperar algo para lo que es indigno? Siempre, de hecho, esperamos por encima de nuestras posibilidades y creemos en un cumplimiento que no nos corresponde. «El hombre no merece ni la felicidad ni la infelicidad», escribió Jean Paul. Nadie nos asegura aquello que necesitamos y, sin embargo, lo esperamos. Nos indignamos contra el vacío y el dolor, como si estuviéramos hechos para otra cosa, como si la nada de la que venimos no debiera determinar lo que somos y vivimos. Porque arde en nuestro corazón una promesa; o mejor, nuestro corazón entero es una promesa que hace aspirar a nuestra nada a algo que no es. La esperanza da forma a nuestra nada y al vacío. «Polvo enamorado» (Quevedo). Y lo notamos cuando grita frente de dolor: «sufre mucho», dice el centurión; esto es, ¡sufre demasiado! Por eso, «una herida es ya casi medio corazón», como dijo también Jean Paul. La herida hace el corazón, porque la herida es el imposible de la nada afligida por la nada; la herida es la nada aspirando a no ser nada, lacerada por no ser nada, como si fuera algo más que nada. Como si viniéramos de otra sitio, antes que de la nada.

Y es así que aspiramos a lo que no debiéramos aspirar. Por eso se produce esa extraña situación en la que el Prometido quiere venir —«Voy yo»—, y nosotros tenemos que preguntarle exactamente a dónde: «No soy digno de que entres bajo mi techo». Nuestra casa, nuestro corazón, es un lugar inhóspito. Porque está hecho de herida. Pero basta una palabra para sanar: «Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano». Su palabra sana la herida, porque ya no es sólo el dolor lo que constituye nuestro corazón, el que nos hace esperar; su palabra nos llama de la nada al «reino de los cielos». Su palabra sana la herida, porque hace la otra mitad del corazón, que ya no espera en el vacío de su dolor.