Almuerzo de familia
En estas fechas el Aula Pablo VI se convierte en un gran comedor con mesas engalanadas con flores, manteles blancos impolutos y servilletas de tela. La dignidad perdida se recupera por pequeños grandes gestos. La comida fue preparada por una cadena de lujo. Ni siquiera faltó una orquesta
Hay escenas que resultan imborrables por más que se repitan cada año; quizá porque van unidas a recuerdos cimentados en la memoria. Uno de los primeros encuentros que cubrí en Roma fue la jornada dedicada a los pobres dentro del Jubileo de la Misericordia de 2016. La basílica de San Pedro estaba abarrotada de unas 6.000 personas sin hogar que lucían su acreditación de peregrinos como si fuera una condecoración. Por más que fueran vestidos de domingo, el estado de las barbas, del pelo y, sobre todo, sus miradas reflejaban historias de vidas complicadas. Allí conocí a Kasper, un polaco de 40 años que aparentaba 60 y al que también se adivina en esta comida de familia con el Papa que vemos en la fotografía. Aquel día tanto Kasper como yo escuchamos una de las más sentidas peticiones de perdón del Papa Francisco: «Perdón por todas las veces que los cristianos pasamos delante de una persona pobre y miramos para otro lado». Aquella sentencia me cambió la forma de mirar a las personas sin hogar con las que me cruzo habitualmente en Roma. Fue un aldabonazo contra la indiferencia hacia quienes ni siquiera consideramos dignos de sostener nuestra mirada. Algo ocurre para que en la calle los hagamos invisibles, para que nos moleste su mendicidad, para que nos enfade que vivan entre cartones.
A raíz de aquel encuentro, Francisco estableció que cada año la Iglesia dedicase en todo el mundo una jornada exclusivamente para los pobres. Pero como el cariño está en los detalles, decidió que en un día de fiesta no podía faltar un buen almuerzo, por lo que en estas fechas el Aula Pablo VI se convierte cada año en un gran comedor con mesas engalanadas, como vemos en la foto, con flores, manteles blancos impolutos y servilletas de tela. La dignidad perdida se recupera por pequeños grandes gestos, también con un almuerzo de domingo en el que todos se sienten invitados especiales. La comida del pasado domingo fue preparada por una cadena hotelera de lujo y cada uno de los comensales tenía el menú en letras de plata sobre la mesa. Ni siquiera faltó una orquesta, que amenizó el almuerzo mientras los camareros, vestidos de etiqueta, se apresuraban a atender a los invitados del Papa.
Si hubiéramos podido ocultar un micrófono entre las flores de la mesa en la que se encontraba el Papa descubriríamos sencillos diálogos de familia: «¿Qué tal están los tuyos? ¿Hace mucho que no regresas a tu país? ¿Te van bien los estudios? ¿Eres feliz aquí?». Conversaciones de un padre o abuelo con los cercanos. A este almuerzo acudieron también muchas familias con niños, en su mayoría acogidos en Italia tras haber perdido todo en su país. Los pequeños conviertieron rápidamente el Aula Pablo VI en una gran sala de juegos y corretearon entre las mesas, no sin antes haber entregado al Papa los dibujos que le habían hecho como regalo.
Cuando Francisco habla de «tocar» a Cristo en las heridas de los más pobres, de los ancianos, de los presos, de los enfermos, no lo dice en sentido metafórico. Solo hay que ver la delicadeza y el tiempo que derrocha cuando se encuentra con ellos. Francisco tiene muy claro, que en esta mesa, en tantos comedores sociales atendidos por la Iglesia, es ahí donde Dios está presente.
Por la mañana, durante la homilía, había recordado que la pobreza es pudorosa, que se esconde. Por eso debemos ir a buscarla, con valentía. Nos invitó también a ocuparnos de los que nunca cuentan ante la indiferencia general de una sociedad muy ocupada y distraída. «¡La pobreza es un escándalo!», repitió con fuerza para que nos quedara muy claro. Almuerzos de familia como el de la fotografía ayudan a poner nombre a los invisibles. Una forma de señalarnos que compartir es prueba de autenticidad evangélica.