El tratado sobre el duelo de C. S. Lewis
Se cumplen 30 años del estreno de Tierras de penumbra, obra maestra del cine dirigida por un impecable Richard Attenborough. Es ideal para inaugurar noviembre, mes del nacimiento y la muerte del gran humanista cristiano, autor del ensayo que inspira la película
Hace un par de décadas, tal vez por estas mismas fechas, un profesor de guion cinematográfico miraba fijamente al alumnado de una clase de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense para soltarles este dardo: «Si queréis saber qué es el amor, leed Una pena en observación». No fuimos pocos quienes tomamos nota de la recomendación. Pero éramos, posiblemente, demasiado jóvenes para entender el mejor ensayo escrito por Clives Staples Lewis, a quien apenas conocíamos como el autor de la serie de Las crónicas de Narnia, no tanto por no haber experimentado el sentimiento amoroso como por no haber tenido que afrontar aún el de la pérdida absoluta del amado. Este librito de Anagrama en traducción inmejorable de Carmen Martín Gaite, que ha mantenido unas ventas elevadas en el tiempo, es un tratado sobre el duelo firmado en carne viva por un creyente herido a raíz de la muerte de su esposa.
El filme de Richard Attenborough Tierras de penumbra, que cumple ahora 30 años, arranca en el pub que debiera ser The Eagle and Child, famoso establecimiento que congregó de 1933 a 1962, cada jueves por la tarde, a un grupito de catedráticos, profesores de Oxford y amigos, autodenominado Los Inklings, que rebautizaron el local como The Bird and Baby. La secuencia, de perfecta ambientación oxoniana en los años 50, muestra a aquel «grupo de cristianos con tendencia a escribir que comenzaron a reunirse alrededor de C. S. Lewis», como explica el experto Colin Duriez en varios libros. Es fiel la recreación a Los Inklings, de Humphrey Carpenter (Homo Legens), cuyas páginas describen sus actividades: «Tomar unas cervezas y debatir cuestiones como la mitología, la religión o la literatura, y leerse mutuamente lo que estaban escribiendo, textos que alcanzaron notoriedad tanto en el mundo de la literatura fantástica como en el de la apologética cristiana». Si hubieran de darse características comunes, «todos eran muy inteligentes y nada superficiales, pero sencillos y poco dados a la vanidad y, de hecho, capaces, sobre todo, de reírse de sí mismos». Así los describe Eduardo Segura en El mago de las palabras (Casals): «Se trataba de juntarse al calor de un buen fuego e intercambiar perspectivas sobre los más variados temas en tertulias que se prolongaban hasta bien entrada la noche, y muy divertidas, llenas de ideas chispeantes e ingeniosas».
Además de Jack (como se hacía llamar Lewis) y Tollers (como se hacía llamar J. R. R. Tolkien), «los más habituales eran Owen Barfield, un abogado de Londres con puntos de vista semejantes a los de Tolkien; Charles Williams, que trabajaba en una editorial y escribía novelas alegóricas (que a Tolkien nunca le gustaron del todo); Hugo Dyson, profesor en Reading y Oxford; Warnie Lewis, el hermano de Lewis, que era historiador; R. E. Havard, un médico de Oxford que atendía a los Lewis y a la familia Tolkien y, con el tiempo, el propio Christopher Tolkien también se unió». Las apasionantes conversaciones encontraban continuación en las habitaciones de Lewis, converso cristiano al que los intercambios eruditos con Tolkien le fueron acercando a esa fe que después se vería golpeada con el fallecimiento temprano de la poeta norteamericana Helen Joy Davidson, también conversa al cristianismo. A ella, que entraba en la vida de Lewis tardíamente, en la cincuentena, en el año 1952, se refiere el autor como «H.» en Una pena en observación, publicado en 1961. De este libro no toma la película una sola frase textual, pero hace suyo el espíritu y recrea los inicios de la relación, ese primer encuentro, con la emoción a flor de piel. Hasta ese momento, Helen solo había conocido a Lewis a través de su obra y de un escaso intercambio epistolar. Surgió el amor pero la dicha duró poco ya que ella enfermó de cáncer y murió, dejando al que ya será su marido, escritor maduro, sumido en la pena.
Tierras de penumbra pone a C. S. Lewis, con acierto, el rostro de Anthony Hopkins, que desarrolla una brillante interpretación. Le da réplica Debra Winger en el papel de una pizpireta Helen. A través de las miradas de otros, el filme sabe integrar las reminiscencias de los tres momentos vitales que el profesor Alister McGrath destaca en Lewis: la muerte de su propia madre también por cáncer, que acabó con todas sus seguridades infantiles; su elección como miembro y tutor del Magdalen College de Oxford, que le facilitó una sólida base académica sobre la que construir su carrera, y su decisión de escribir un libro apologético sobre el sufrimiento, El problema del dolor (1940), que le granjeó su reputación como apologista. En el capítulo «Sobre el dolor humano» de esa obra (Rialp), Lewis dice que Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer, pero le grita mediante el dolor: es su megáfono para despertar a un mundo de sordos. Literalmente resuena el eco de esta reflexión en el celuloide, que deja otras frases inolvidables como «leemos para saber que no estamos solos» o el párrafo final: «¿Por qué amar, si perder duele tanto? El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato».
Nadie como José Luis Garci ha dado con la clave en Qué grande es el cine (1997): «Tierras de penumbra es una película que no se ve con los ojos sino con el alma, en la que el mecanicista Attenborough, por primera vez, rodó a corazón abierto».