Una vuelta más en la espiral del odio
Tierra Santa sufre estos días el periodo más sangriento del conflicto entre israelíes y palestinos, con miles de víctimas en ambos bandos. Aunque también hay historias de luz, como las de Moshe y Walaa
Jerusalén parece una ciudad fantasma. Su tenso silencio solo se ve interrumpido por el zumbar ensordecedor de los cazas israelíes. O por el aullido de las sirenas antiaéreas y por las explosiones de los cohetes de Hamás. Las más veces en el aire, otras al tocar tierra. La guerra ha vuelto a la Ciudad Santa, aunque lo peor esté lejos de sus murallas. En Gaza, el estruendo de las bombas se mezcla con el llanto de los que han perdido a sus seres queridos y sus casas. Y en todo Israel, pero especialmente en el sur, todavía resuenan los estallidos de los disparos indiscriminados de los terroristas, los gritos de los secuestrados y el dolor de los supervivientes. Tierra Santa se ahoga en el periodo más sangriento y oscuro de su historia reciente. Con casi 2.400 palestinos y más de 1.400 israelíes muertos, el conflicto entre árabes y judíos ha llegado este octubre a su cenit más cruento hasta la fecha. Una vuelta más en una espiral de odio que parece no tener fin.
El dolor estos días tiene muchos nombres. Dos de ellos son los de Hadeel y Dor. La primera murió en Gaza junto con otros miembros de su familia durante un bombardeo israelí, el pasado 16 de octubre. El mismo día en que se suponía que iba a celebrar su boda. La segunda murió durante el ataque de Hamás al festival de música Nova en Re’im, ese fatídico 7 de octubre. Planeaba casarse el próximo verano. Hadeel y Dor, palestina e israelí, podían no tener mucho en común —no compartían idioma ni religión, ni ciudad, ni experiencias— pero han acabado sufriendo el mismo final. Y el dolor de sus familias no es diferente. Desde hace más de una semana, los funerales se suceden día y noche en Israel y Palestina. Y los llantos suenan igual de desgarradores en hebreo y en árabe. El dolor de un padre, una madre, un hermano, un marido, una mujer, un hijo o hija, no tiene idioma concreto.
Hamás y el Gobierno israelí se enfrentan en una guerra en la que solo habrá perdedores. Y quienes pagarán un mayor precio serán los civiles. En Gaza, con 2,3 millones de habitantes (la mitad niños), un millón de personas ha tenido que abandonar sus hogares y ya hay más de 11.000 heridos. La Franja está sitiada: no llega comida ni electricidad, ni combustible y los refugiados no pueden cruzar los pasos fronterizos hacia Egipto o Israel. Más de 64.000 casas han resultado dañadas y 5.500 han quedado completamente destruidas. El agua potable escasea por la falta de infraestructuras —Hamás desmanteló parte de las instalaciones para hacer armas, e Israel ha destruido once plantas de saneamiento—, y 19 hospitales y centros sanitarios se encuentran en estado crítico. Apenas queda espacio en los quirófanos. Ni en las morgues.
Del lado israelí, el número de heridos alcanza los 3.400, entre víctimas del ataque, combatientes y afectados por el lanzamiento de cohetes, que siguen a diario y provocan destrozos en viviendas e infraestructuras. El nivel de destrucción es infinitamente menor que en Gaza, pero la conmoción por el alcance del ataque de Hamás es enorme. Unas 250 personas siguen retenidas por la organización. Son civiles y militares, israelíes y extranjeros, hombres y mujeres, mayores y niños. Se desconoce su situación y estado, aunque el Ejército israelí ha informado a 199 familias de que tiene información sobre sus allegados secuestrados. Según Hamás, al menos 22 rehenes habrían muerto en bombardeos israelíes. Con todo, la cifra más escalofriante para Israel es la del número de muertos: 1.400. El país no había visto tal cantidad de bajas desde la Segunda Intifada, cuando 1.000 israelíes perdieron la vida. Pero esa escalada del conflicto duró casi cinco años. Esta guerra lleva poco más de una semana.
¿Dónde está la luz?
En la oscuridad de la guerra, aunque cuesta encontrarlas, también hay historias de luz. Una de ellas es la de Moshe. Atiende a Alfa y Omega en el hospital Hadassah Mount Scopus de Jerusalén. Él y su mujer resultaron heridos en el kibutz donde viven, cerca de la Franja, durante el ataque de Hamás. Los terroristas dispararon contra sus manos mientras intentaban protegerse tras la puerta del refugio. Luego los secuestraron. «Nos dijeron que nos llevarían a Gaza», explica Moshe. Pero consiguieron escapar. Mayores y malheridos, consiguieron convencer a sus captores de dejarlos ir. Y estos, por miedo a retrasos o por las prisas, los dejaron atrás. Tanto Moshe como su mujer Vivi han trabajado durante años con activistas palestinos. El día antes del ataque habían participado en un evento por la paz. Pese a ser víctimas, permanecen firmes en sus convicciones. «Balas palestinas perforaron mis manos, pero excelentes médicos palestinos me curan aquí, en Jerusalén», resume Moshe.
Desde Gaza llega también otra imagen luminosa. La de la iglesia de San Porfirio, la más antigua de la Franja, donde musulmanes y cristianos son acogidos por igual para refugiarse de las bombas. «Estamos aquí, viviendo el día, sin estar seguros de poder llegar a la noche. Pero lo que alivia nuestro dolor es el espíritu humilde y cálido de todos los que nos rodean», ha dicho Walaa Sobeh en declaraciones a Al Jazeera. Sobeh, musulmana, se refugió en la iglesia tras perder su casa en un ataque israelí. En el templo encontró «un enorme apoyo de los sacerdotes y de otras personas de la iglesia que se ofrecen como voluntarios incansablemente las 24 horas del día para ayudar a las familias desplazadas». «Nuestra humanidad nos llama a ofrecer paz y calidez a todos los necesitados», ha dicho el padre Elías, párroco grecoortodoxo de la iglesia.