La nueva Transición
La ciudadanía se ha cansado de mirar por la tele como, esta vez sí, unas élites de moqueta, seres de lejanías, arremeten contra la igualdad de los ciudadanos, la separación de poderes y, sobre todo, contra lo más hermoso de nuestra historia
Hay un hilo invisible que conecta esta foto con aquellas de la Transición: en ambos casos estaba en juego un abrazo. Porque lo que ahora peligra es precisamente esa tirita compartida que nuestros abuelos supieron ponerse para taponar la herida de un pasado atroz. Nadie de hoy tiene legitimidad moral para impugnar a aquella generación, no hay español con derecho a insultar a un abuelo o a otro, porque ambos son España. Los que no vivimos aquellos convulsos años quizá no podamos entender lo complejo que fue aquel pacto entre distintos, esa cesión compartida que tanta admiración causó en todo el mundo. Qué gran victoria de Suárez y Felipe, de Carrillo y de Fraga y, sobre todo, de la España silenciosa que empujaba con fuerza hacia delante. Porque la democracia se logró de abajo a arriba, no fue el logro de ninguna élite. Los dirigentes de entonces tuvieron la suficiente altura de miras para «elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle era simplemente normal». Solo una pequeña parte de nuestro país se quedó al margen de ese pacto. Lo lamentable es que aquel extrarradio ideológico, que siempre consideró ese abrazo como el inicio de un régimen abyecto, tiene hoy la llave de la gobernabilidad de España. Y está dispuesto a reescribir la historia. Sigue siendo una minoría, pero su poder no tiene precedentes. Nunca ha habido en estos 46 años de democracia un líder político capaz de sacrificar el abrazo de nuestros abuelos por una triste y presumiblemente corta legislatura. Por eso, esta gente que el pasado domingo salió a la calle, con independencia del partido que los convocaba, representa el reflejo de aquella época; son el reverso de esa Transición pacífica y generosa que nos quieren robar.
Los partidos son medios que los ciudadanos nos damos para delegar en ellos, de modo subsidiario, nuestra natural responsabilidad. Pero ya hemos aguantado demasiado. Tiene pinta de que lo del domingo fue solo el principio. La ciudadanía se ha cansado de mirar por la tele como, esta vez sí, unas élites de moqueta, seres de lejanías, arremeten contra la igualdad de los ciudadanos, la separación de poderes y, sobre todo, contra lo más hermoso de nuestra historia. Le llaman diálogo a la imposición, priorizan la aritmética a los principios y actúan como si la patria fuera el partido. Como si la verdad fuera solo una posibilidad. Que el presidente del Gobierno parezca dispuesto a renunciar a su dignidad personal, desmintiéndose constantemente, es una cuestión moral que le compete a él. El problema es que está poniendo en juego algo que no le pertenece. Por eso la concentración del domingo trasciende a sus convocantes. Estamos ahí los hijos y nietos de aquella España de encuentro: somos ese hombre cualquiera que se toca la frente, esa señora que compró las gafas de sol en el mercadillo, esa mano firme que sostiene el símbolo de lo que nos une. Porque «dicen los viejos que en este país…», porque hace mucho que las dos Españas dejaron de guardar «el rencor de viejas deudas».