Como nadie es perfecto, admito que soy francés y, además, parisino. Pero no estoy irritable excepto cuando conduzco o cuando un feligrés me dice que no ha entendido mi homilía. Aparte de eso, todavía tengo momentos de buen humor, sobre todo por la mañana, cuando después de mis oraciones y del desayuno salgo a caminar una hora por París alrededor de las siete. Un pequeño momento de felicidad que quería conservar a mi llegada a Bagdad.
Pero, ¡vaya!, me desilusioné con bastante rapidez. La primera razón es el clima. No importa lo temprano que me levante, el sol ya está ahí. Siempre ahí. Todavía ahí. No sé qué elipse sigue, da la impresión de estar ya en su apogeo y de haber calentado el asfalto toda la noche. Apenas sales te persigue hasta quedar reducido al estado líquido o hasta que te refugias en un café bajo el bienvenido aire acondicionado. Las convicciones ecológicas quedan para latitudes más templadas.
Otro motivo de irritación es que en Bagdad el peatón no existe. Los policías se dedican exclusivamente al tráfico, con una única preocupación: que los coches circulen. Ignoran al peatón, al igual que los conductores. Si el transeúnte los obliga a cambiar su trayectoria atreviéndose a cruzar estas avenidas de seis carriles es bajo su propia responsabilidad.
Tampoco las aceras son para los peatones: allí hay de todo menos aquellos para quienes estaban destinadas. El Ayuntamiento, en un esfuerzo por embellecer la ciudad que lo honra, planta buganvillas en casi todas partes. Pero, ¿por qué en las aceras? Los negocios crean laberintos de frigoríficos, lavadoras o cajas de patatas. Por último, para muchos son el lugar ideal para aparcar.
Otra categoría de ladrones de aceras son los oportunistas que, sabiendo que en su calle no hay mucho tráfico, coches para aparcar o negocios, piensan: «¿Por qué no agrandar mi jardín?». Con tres buenas carretillas de tierra lo hacen en una noche. Las margaritas crecerán en una semana y los peatones se verán una vez más obligados a bajar de la acera.
Caminar por Bagdad es, si no una aventura, al menos un paseo arriesgado. La ventaja es que todos estos obstáculos obligan a este sacerdote a un estado de alerta espiritual. Ya no es el hacha del Daesh lo que el occidental debe temer, sino el neumático de un buen padre de familia iraquí.