Cardenal Carlos Osoro Sierra: «Siempre he hecho lo que entendía que me pedía la Iglesia»
Repasamos con el arzobispo emérito de Madrid algunos de los hitos de su ministerio episcopal
Hace tres semanas que el Papa aceptó su renuncia como arzobispo de Madrid. ¿Ha hablado con sus hermanos?
Sí, hablamos todas las noches. Es una costumbre de familia. Cada día uno de nosotros se encarga de llamar a los demás. Así nos enseñaron mis padres.
¿Qué le dijeron?
Ellos tienen ganas de que descanse, esté más con ellos y tenga tiempo. Siempre han estado preocupados del trabajo que he tenido y de mis tareas recorriendo media España. Comparten alegría porque esté más tiempo con ellos. Apenas he pasado tiempo con ellos. Ni siquiera en verano les he visto mucho. Pasaba una semana con ellos y me volvía a Madrid. Aquí hay mucha gente que no tiene vacaciones y yo creía conveniente quedarme con la gente que se quedaba aquí.
Usted nace en Castañeda, Cantabria. Ahora mismo tiene algo más de 2.000 habitantes. ¿Cómo era cuando usted era niño?
Paso por allí cada año, por la colegiata. Para saludar a Nuestro Señor y para dar un beso a la pila bautismal donde me entregaron lo mejor de mi vida, que ha sido la vida de Jesucristo Nuestro Señor.
No recuerdo mucho cómo era. En cuanto tuvimos una edad para ir a estudiar, mis padres, que tenían un piso en Santander, nos mandaron allí a vivir. Aunque volvíamos en ocasiones a ver a la familia. Tenía una fábrica de mantequillas y quesos; una tienda, que en la época hacía de supermercado…
Usted entra en el seminario de vocaciones tardías…
Después de acabar la carrera, había comenzado a dar clases en la Universidad de Cantabria. Me dirigía espiritualmente con un jesuita de la comunidad de Santander. Estaba ya dándole vueltas a ser sacerdote. Había hecho ejercicios en Pedreñas, que para mí tiene una singular consideración en mi vida. Fue allí, haciendo unos ejercicios, cuando lo decidí. Tendría 22 o 23 años.
Eso hoy no sería tan tardío.
¡Es verdad! En ese seminario había personas de 70 y 80 años. Había uno que había sido general y que después quería ser sacerdote. Había gente mayor.
¿Siempre tuvo inquietud por la vida religiosa?
En mi casa siempre hubo un clima religioso. Era normal rezar el rosario juntos, si estábamos por allí. Un clima cristiano. Recuerdo una canción, de cuando yo era pequeño: «una familia que se quiere como se querían en Nazaret». Mi experiencia es esa: nos hemos querido. Ahora mismo los hermanos seguimos unidos y nos llamamos a diario.
De alguna manera, siempre había pasado por mi vida la idea de ser sacerdote. Lo que pasa es que lo vas dejando. Fue cuando comencé a dar clases frente a los alumnos que lo hablé con mi director, jesuita, de quien tengo un recuerdo entrañable. Una vez que terminaron las clases marché a verle, porque yo había sentido algo especial. Me parecía bien lo que enseñaba, era válido para los chicos. Pero me parecía que podía entregarles algo mejor. Recuerdo que le dije que tenía una necesidad especial de ser sacerdote y de entregar mi vida para regalar no solo conocimientos —que son necesarios—, sino el conocimiento de Jesucristo con la predicación y el testimonio de mi vida.
¿Cómo lo recibió su familia?
Recuerdo que era verano y estábamos en el pueblo. Se lo conté a mi madre y me dijo que fuese a contárselo a mi padre. Él estaba en el garaje, limpiando el coche. Dejó la manguera y me dijo: «Lo que vas a hacer es muy serio. No andes jugando. Si tomas la decisión, tómala con todas las consecuencias. Y, si no, vale más que no entres». Estas son sus palabras exactas. Y me dijo que hiciera en conciencia lo que tuviera que hacer.
El próximo 8 de junio, el cardenal Carlos Osoro comenzará su nueva vida como arzobispo emérito de Madrid.
26 años como obispo y casi nueve años de ministerio pastoral en la capital son toda una vida dedicada en cuerpo y alma a la Iglesia, «sin condición de tiempo». Nos recibe en la que aún es su casa. «Estaba rezando», dice. Su agenda se ha reducido estos días y tiene más tiempo para orar y descansar mientras termina de preparar la maleta para su próximo destino.
Después de 50 años, es la decisión correcta.
Y muy agradecido a Dios, que me ha dado muchas cosas que ni imaginaba que podría vivir cuando fui sacerdote. A mí me ordenan en Santander y, al año de ser cura en Torrelavega, donde trabajé con jóvenes fundamentalmente, el obispo me nombra vicario general de la diócesis para hacer trabajo pastoral y de gobierno. Allí estuve hasta que me nombran obispo de Orense y después arzobispo de Oviedo.
Oviedo la conocía porque era la archidiócesis a la que pertenecía estando en Santander. Allí me tocó de administrador apostólico de Santander mientras llegaba don Vicente Jiménez. Y luego me enviaron a Valencia y a Madrid. He recorrido del norte al sur de España.
Nadie entra a sacerdote pensando en ser obispo…
Yo lo que quería era ser sacerdote. Era lo que el Señor me pedía. Pero es verdad que desde siempre he estado en cargos de gobierno. Pero ha sido también una gracia de Dios, porque me ha dado a conocer la Iglesia desde dentro, por dentro y me han enriquecido muchísimo los lugares donde he estado. Una experiencia que nunca podré agradecerle lo suficiente a Dios. Pero, al mismo tiempo, tengo que pedirle perdón por todas las meteduras de pata que seguramente he tenido en todo mi itinerario.
¿La vocación de sacerdote es la misma que la de obispo?
Creo que sí. En otras dimensiones y compartiendo la de sacerdote con tu obispo. Y, después, siendo obispo, te toca marcar la entrega y la dirección. Pero fundamentalmente, creo que es la entrega total de tu vida. Que no guardes nada para ti, que lo entregas todo. Y eso es muy bonito. Al final de todo un itinerario de vida, uno examina si de verdad la ha entregado. Santander, Orense, Oviedo, Valencia, Madrid… y la he dado con gusto. Siempre he entendido que hacía lo que el Señor, a través de la Iglesia, me iba pidiendo. Una Iglesia que es mi madre. Lo mejor de mi vida me lo ha dado ella: mi vida de fe, la vida de Jesucristo, el ministerio sacerdotal, el ministerio de obispo… todo me lo ha dado ella.
¿Usted esperaba ser nombrado obispo?
¡En mi vida! ¡Nunca se me hubiera pasado por la imaginación! Yo lo que había deseado siempre era ser sacerdote.
¿Cómo fue esa conversación con el nuncio?
Era un día que llovía muchísimo en Madrid. El nuncio me pedía que viniese a verle. Lo que no sabía yo es que era para ser obispo. Yo había hecho unos cursos de verano en el seminario de Santander. Yo pensaba que me iban a decir alguna cosa de algo que se hubiera hecho y que yo no me había enterado. Recopilé todos los programas… iba totalmente preparado por si me decían alguna cosa.
¿Pensaba que le iban a regañar?
Por si habían hecho alguna cosa de la que yo no estaba enterado. Cuando llego a nunciatura, aparece el nuncio todo sonriente… «El Santo Padre le nombra obispo de Orense». ¡Y yo apenas conocía Orense! ¡Pero fui feliz! Fueron unos años de una felicidad plena. Una gente a la que recordaré toda mi vida. Todas las veces que diga que son buenas gentes es poco. Para mí ha marcado mi vida como obispo siempre. Siempre digo, y lo digo de verdad: me enseñaron a ser obispo. Y se lo agradezco profundamente.
¿Qué aprendió allí?
La capacidad de amar que tienen los orensanos. Allí sentí cariño. Sentí que les era importante, y necesario. No tanto por las cosas que decía, sino por la fe que tenían. Me lo he llevado siempre y les quiero con toda mi alma.
En todos lugares donde he sido obispo he sido feliz. La entrega de tu vida para anunciar el evangelio como sacerdote supone entregarla con todas las consecuencias, sin poner condiciones ni de lugar, ni de tiempo, ni de nada. Y a mí eso me ha servido. He sido muy feliz en todos los lugares en que he estado.
No puedo decir en qué lugar he sido más feliz. En Orense me sentí querido, acogido, valorado… nunca podré agradecer todo lo que me dieron. Pero lo mismo fui en Oviedo. Yo sucedí allí a don Gabino Díaz Merchán, que había sido un gran arzobispo y no era fácil aquella sucesión. Y los ovetenses me la facilitaron. Me sentí muy reconocido por la Santina de Covadonga. En los años que estuve en Oviedo, todas las semanas sin tener un día fijo subía a Covadonga. Daba igual la hora, más de una vez a medianoche, cuando todo el mundo estaba durmiendo, yo estaba abajo, en el pozo, rezando el Rosario. Covadonga fue para mí un lugar de descanso, de esperanza y de aliento para protagonizar mi ministerio episcopal en Asturias.
¿Y de Valencia?
Me llevo el corazón de los valencianos. Desde el principio sentí un singular cariño de los valencianos hacia mi persona y hacia mi misión. Fueron años de respirar el amor de los valencianos.
¿Qué le ha llenado más de ser obispo? ¿Qué le ha costado más?
Lo que más me ha llenado es saber que lo que tenía que entregar en los lugares diversos en que he estado, que son distintos, es que yo estaba en la misión del amor de Jesucristo a los hombres. Y eso he tratado de dar a entender. Y de hacerlo de maneras diferentes en los distintos lugares en los que he estado. Distintos por la historia de la Iglesia particular de cada lugar, por las circunstancias concretas… yo no puedo elegir entre mamá y papá. ¡No! ¡Yo he querido a la Iglesia! Con sus rostros. Y todos los lugares me han capacitado para no guardarme nada para mí.
Puedo decir que nunca miré por mí mismo. Nunca me miré a mí. Miré las necesidades de la Iglesia concreta en que yo estaba sirviendo: con su historia, su dinamismo, sus realidades concretas de fe, sus oscuridades… eso es lo que un obispo tiene que acoger. La Iglesia no es un ente abstracto.
He estado bien sirviendo a la Iglesia. En unos sitios fue más fácil, porque te daban más aplausos y en otros ha sido más difícil. En el fondo, está mal, pero a todos nos gustan los aplausos. Y cuando tienes que entregar la vida sin aplausos siempre cuesta más, pero es más valioso y para mí ha sido lo más entrañable.
Nueve años de pontificado en Madrid, ¿cómo valora esta última etapa?
Quizá lo tendrían que valorar los cristianos. Mi vida ha sido una entrega incondicional. No me he reservado absolutamente nada para mí. Ni mi tiempo. En verano me iba una semana y volvía. Y paseaba por los barrios, que me daba un conocimiento mayor de Madrid, porque podía ir solo, ver las realidades, a la gente… A veces he vivido situaciones que me han ayudado a descubrir las necesidades más profundas del ser humano.
Sería para mí una negación de lo que soy yo si no diese gracias a Dios por todas las posibilidades que me ha dado y por este último tiempo que me ha dado aquí en Madrid. Donde he conocido realidades hondas del ser humano, de lo que sufre, de lo que le hace feliz… sobre todo de los sufrimientos.
Estos años le ha tocado vivir también la crisis de los abusos, que ha marcado la vida de la Iglesia. Usted monta Repara como respuestas, ¿cómo vivió estos años este asunto a nivel personal?
Repara fue una decisión muy personal mía. Inmediata. Naturalmente me apoyó el equipo de gobierno, pero fue una decisión mía. He estado muy atento a las situaciones que se han vivido. Siempre es desagradable ver los lados oscuros de la Iglesia, de quienes formamos parte de ella. A veces entramos a la Iglesia personas que la estropeamos, la oscurecemos… y a veces cuesta dar brillo a la Iglesia que Nuestro Señor ha hecho.
Hay quien pone el celibato como causa de los abusos…
Me parece que es absurdo eso. El celibato te ayuda a olvidarte de ti. Los demás son lo más importante. Especialmente los que más sufren, los que más necesidades tienen. El celibato, si lo vives mal, te puede convertir en un ser humano inaguantable, porque lo vives para ti mismo. O te puede hacer un hombre con una capacidad especial para tener los brazos abiertos para acoger a todas las personas: los que creen, los que no, los que disparan contra la Iglesia, los que dan mal ejemplo desde dentro… pero qué bonito es tener esa apertura de vida, donde todos tienen significado para ti. Y por los que das la vida.
La experiencia te hace ver que el olvido de uno mismo y dar la vida por todos los hombres te da una magnitud, una hondura y un horizonte de vida que solo te lo da Jesucristo a través de la experiencia del celibato.
Hace tres años salía a la luz el caso Fundaciones. Hace pocas semanas, se exoneraba al arzobispado de responsabilidad en ello. Eso fue un momento duro de su pontificado.
La verdad, aunque tarde, siempre sale a la luz. Yo doy gracias a Dios de que esa verdad haya salido. Yo no tengo nada que ver en ningún aspecto negativo. Te hace sufrir, porque, a veces, sin comerlo ni beberlo, te ves envuelto en estas cosas. Pero creo que Nuestro Señor siempre ayuda a que triunfe lo que es verdadero. La mentira no llega muy lejos. Puede triunfar un tiempo, pero no llega muy lejos. A mí me ha servido, porque me ha purificado y me ha hecho más humano. Hay mucha gente que sufre en las mentiras y en las medias verdades, que a veces es peor. Doy gracias a Dios porque ha puesto las cosas en su sitio, que estaban bien hechas desde el principio y hay quien intenta estropearlas. Les perdono, también.
Otro rasgo de su episcopado ha sido su preocupación por los más vulnerables.
Yo siempre he tenido las puertas abiertas de mi casa y de mi corazón para recibir a todos los hombres y, especialmente, a quienes más lo necesitaban. ¿He llegado a todos? Posiblemente no, porque es imposible. Y menos en Madrid, que es tan grande. Pero ciertamente yo he recibido a cantidad de personas en todas las situaciones de todo tipo: de pobreza absoluta, quizá de riqueza grande, pero de pobreza personal terrible… yo doy gracias a Dios. Seguro que no he llegado a todos, porque no puedes llegar, pero no tengo conciencia de haber cerrado la puerta a nadie.
Estamos en medio de un periodo electoral largo… con la tensión social con que se vive ahora.
Es bueno que tengamos preocupaciones sociales: la emigración, los pobres, los vulnerables… Le diría a todo el mundo que se detenga en el núcleo de la vida humana. El corazón de la vida humana es que vivamos para el otro, que construyamos al otro. Y no se puede construir al otro buscando solo los egoísmos personales o las propias posiciones ideológicas. Hay que regalar una manera de ser y de vivir que no solamente cree futuro, sino también presente y nos dé capacidad de dar la mano a todas las personas. Y es verdad que hay muchas maneras. Pero ser cristiano da una manera especial de ser.
La diócesis queda en manos de don José Cobo, que ha sido auxiliar suyo. ¿Han podido hablar?
Él sabe lo que yo pienso, lo que yo he querido. Creo que tiene capacidad suficiente para relanzar la vida de la Iglesia que camina en Madrid de la forma que crea más conveniente. Nunca me meteré en lo que debe hacer. Yo le entrego lo que he hecho. Puedo decir que he entregado la vida. No tuve tiempo más que para Madrid. Eso entrego. Mis capacidades.
He escrito mucho y he intentado que no fuese la mera palabra, sino lo que yo experimentaba en mi vida, con todos los fallos, por los que pido perdón cuando he fallado. Pero he intentado entregar mi vida y gastarla en Madrid y sus gentes con todas las consecuencias: los que creen y los que no. El Señor me los regaló y los puso en Madrid, y a todos he querido llegar. Dios sabe lo que he hecho.
¿Echará de menos vivir en comunidad con los obispos auxiliares?
¡Seguro! Yo estoy acostumbrado a vivir en común. En Orense y Oviedo viví en la casa sacerdotal, en Valencia vivía siempre con gente en el arzobispado. Supongo que ahora me acostumbraré a estar más solo. ¡Pero solo no voy a estar! Intentaré estar con la gente, ir a rezar con la gente en el Niño del Remedio. Allí estaré rezando por Madrid y por la gente que vive y camina en Madrid, por los cristianos para que anunciemos al Señor y por los que no conocen al Señor para que se les haga presente en su vida.
¿Ya sabe de qué irán sus próximos libros?
Me gustaría escribir dos uno sobre la formación de los sacerdotes. También sobre espiritualidad. Uno de mis primeros libros fue A la Iglesia que amo (editorial Narcea). La Iglesia es mi madre, son mis entrañas, es la que me ha dado todo, en la que he caminado y vivido. Quiero escribir sobre ella.
Ahora que termina mi camino como pastor de Madrid, quería dedicar unas palabras a los cristianos que caminan en esta ciudad. La Iglesia aquí tiene muchas posibilidades de poder hacer presente el Evangelio en la vida de los hombres. En nuestra diócesis hay personas con gran necesidad de que les llegue el anuncio del Evangelio. La presencia del Señor en la vida de los hombres da una manera de ser, de actuar, de entregarse, de vivir. Y eso hace de esta ciudad, donde la fuerza de la fe es tan grande, que sea una ciudad muy humana. Cuanto más entra Jesucristo en nuestra vida, más humanos nos hace. Él nos ayuda a percibir las necesidades de los demás y nos hace descubrir que nuestras capacidades están para entregarlas al servicio de los hombres.
Tengo mucha esperanza en esta diócesis. Ser cristiano en Madrid no es una anécdota. Esta ciudad está construida por hombres y mujeres que, viniendo de muchos lugares de España, trajeron la fe y la adhesión al Señor. Naturalmente somos una sociedad que, como en todos los lugares, sufre los momentos de dificultad que estamos viviendo. A veces, nos puede parecer que se quisiera echar a un lado la fe o retirarla de los espacios públicos. Sin embargo, creo que cada día tiene más significado, más hondura y más coherencia anunciar a Jesucristo.
El mejor mensaje que puedo daros es el mensaje de Jesús: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Ese «como yo» es lo más importante. Amémonos así, como Jesús nos ha amado. Eso es lo que más necesita la humanidad y lo que más necesita Madrid. ¡Es importante! Da una originalidad que no tiene absolutamente nadie ni nada.
Hoy, en el mundo, se hace necesario entregar una manera de vivir, de ser y estar y la única y la más bella es anunciar a Jesucristo. Y eso ha de ser la pasión que los cristianos ejerzamos con todas las consecuencias. La salvación de este mundo viene por una Persona que nos entrega una manera de vivir y ser y que nos ofrece la posibilidad de construir una sociedad que responde a esa manera de vivir y de entregarse a los demás.
Con gran afecto, os bendice