Hemos conseguido a golpe de ideología extrema que la palabra sororidad, tan sonora y fraternal, pierda fuelle hasta difuminarse en el universo del histerismo femenino. Los aderezos de acepciones como lucha por los derechos o empoderamiento de la mujer aumentan el flaco favor a semejante declaración de intenciones que es la palabra que nos ocupa. Dice la primera acepción de la RAE que sororidad es «amistad o afecto entre mujeres». Y de esa unión primigenia y fundamental nacerán después el resto de extras que cada situación, personalidad o experiencia quieran añadir. La amistad entre mujeres es el origen, el génesis, la raíz, el fundamento y lo que no podemos permitir que anulen con sentencias facilonas alimentadas por el miedo o el odio.
Nadie mejor que una mujer sabe lo que es ser otra mujer. Por eso el afecto, cuando es realmente afecto y no interés o envidia, es prácticamente indisoluble. Una mujer sabe cómo se revuelve su sensibilidad y cruje su interior una vez cada mes. Conoce los miedos a no dar la talla constantemente en su rol —elegido o impuesto— de trabajadora, cuidadora, mediadora, oyente, consejera, enfermera y hasta pacificadora 24 horas al día. Una mujer experimenta que es capaz de ser la mejor profesional en su ámbito sin dejar de priorizar a sus hijos con sus berrinches, padres con sus achaques, marido con sus limitaciones y compañeros de mina con sus vaivenes. Acepta que hasta duerme con un ojo semiabierto por si sobreviene un terremoto o la niña se revuelve entre las sábanas porque lo que realmente le pasa es que se hace pis y no quiere levantarse —pero levantémosla, que si no hay que cambiar las sábanas, tender, y son las tres de la madrugada—; o que ha dejado de poder dormir porque una mano injusta la ha lanzado de su puesto de trabajo sin miramientos ni humanidad, por poco más que el hecho de ser eso, precisamente una mujer.
Una mujer reconoce todo eso en otra mujer. Por eso la sororidad va vestida de rojo y naranja una noche calurosa de junio, llama cada dos horas a ver cómo va esa ansiedad, llora de rabia e impotencia, lucha como si eso que han hecho a una se lo hicieran a todas y no cejará en su empeño de poner fin a la ausencia de lógica y sentido común. Porque la sonora palabra, hermanas, hijas de un mismo Padre, es realmente «amistad o afecto entre mujeres».