Columnas con olor a oveja
El palio que reciben este jueves de manos del Papa varios arzobispos españoles es símbolo del amor desinteresado por la humanidad herida al borde del camino, cansada, agobiada y desorientada, que necesita el apoyo del pastor
De vez en cuando conviene retroceder al punto de origen para afianzarnos en las raíces. En la génesis de esta fotografía se encuentran doce hombres libres que hace más de 2.000 años dejaron lo que estaban haciendo para seguir a un galileo al que acompañaron por la tierra de Israel y por ciudades extranjeras en la Decápolis, Samaria o el territorio de Tiro y Sidón, la Fenicia que hoy llamamos Líbano. Todo lo aprendido en estos caminos lo dejaron escrito en el que, sin duda, es el manual más importante de eclesiología: el libro de los Hechos de los Apóstoles, según explicó Francisco a los fieles de la diócesis de Roma. Ahí vemos cómo Jesús fue liberando al pescador Simón de Betsaida y al judío Saulo de Tarso de sus esclavitudes interiores hasta convertirlos en san Pedro y san Pablo. Lo que da valor a su imperecedera historia no son sus capacidades, sino ese encuentro con Cristo que cambió sus vidas.
Según marca la tradición, en la fiesta de los dos grandes apóstoles el Papa impone el palio —que vemos sobre una bandeja en la fotografía— a los nuevos arzobispos metropolitanos nombrados en el último año, como signo de comunión con el Obispo de Roma y de compromiso a ser instrumentos de dicha comunión. Es la fuerza de un simple ornamento tejido con la lana blanca de los corderos que Francisco bendice todos los años en la fiesta de santa Inés y que recuerda a las ovejas que formamos el pueblo de Dios, a las que Jesús encomendó a Pedro y a los sucesores de los apóstoles. Es el poder de los símbolos, el hilo de comunión con nuestro suelo, con nuestras raíces, con nuestra esperanza, y uno de los lenguajes «secretos» de Dios, que dice mucho más de lo que a simple vista representa.
Cuando los arzobispos de Madrid, Santiago, Granada y Valencia —José Cobo, Francisco José Prieto, José María Gil Tamayo y Enrique Benavent, respectivamente—, reciban este jueves su palio, una cinta ancha en forma de collar que envuelve el pecho y la espalda, les recordará a Cristo mismo, que, como buen pastor, carga sobre sus hombros a la oveja perdida para llevarla de nuevo a casa. Una oveja que por sí sola, sin la ayuda del pastor, no hubiera encontrado nunca el camino de retorno. La etimología de la palabra obispo, episcopus, viene del prefijo epi (arriba) y scopus (observador), lo que significa que el obispo es alguien que observa desde arriba, una atalaya que le permite cuidar a una Iglesia confiada a sus manos, pero conducida siempre por el Señor con firmeza y ternura; una Iglesia quizás herida y débil, pero fuerte por la presencia de Dios y la vigilancia de sus pastores.
Los padres de la Iglesia han visto siempre en la oveja perdida la imagen de toda la humanidad. El palio se convierte entonces en símbolo de ese amor desinteresado por los hombres, heridos al borde del camino, cansados, agobiados y, quizás, desorientados, que necesitan el apoyo del pastor. La fiesta de Pedro y Pablo nos recuerda a quienes reciben el encargo de reparar las grietas en el alma de las personas, columnas con olor a oveja, pilares fuertes que preservan la unidad. Gracias a estos dos hombres la Iglesia se mantuvo unida y los palios confeccionados por las monjas benedictinas del monasterio de Santa Cecilia representan su unidad con el Sucesor de Pedro. Una vez realizados con la lana recién esquilada, se guardan sobre la urna donde están las reliquias del cuerpo del apóstol san Pedro hasta el día 29 de junio, en que se imponen a los nuevos arzobispos. Ningún gesto queda al azar en esta preciosa tradición de siglos.
En la Misa que cada 29 de junio se celebra en la basílica de San Pedro son siempre invitados de honor los delegados del patriarca ecuménico de Constantinopla, una muestra más de la unidad que preside esta ceremonia en la que la Iglesia mira a estos dos gigantes de la fe que consiguieron llevar el Evangelio al mundo, con la fuerza del amor gratuito de Jesús y su apuesta decidida por ellos; que les animó a no rendirse, a echar de nuevo las redes al mar, a dar la vida por sus hermanos, a apacentar sus ovejas.