Podemos pecar de emocionales, sensibleros y extremadamente emotivistas cuando destacamos los gestos de ternura del Papa Francisco. No falta quien se atrinchera en el runrún del sentimentalismo del siglo XX, que solo sirve para arañar superficialmente la fe y no arraiga lo suficiente en las raíces de la tradición, el conocimiento y la formación. Pero dice el Evangelio de este domingo que «el que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños» no perderá su recompensa. Cristo es también el Hijo de las pequeñas cosas. Por eso raíces y ternura no solo no son incompatibles, son necesariamente coexistentes. Lo saben bien Edna y su madre, con el corazón lleno de amor tras recibir un vídeo de Francisco en el que contesta una carta de la joven, enferma terminal, donde le cuenta que no podrá ir a la JMJ porque se muere. Lo que no le contó al Papa es que no solo tiene un tumor mortal, sino que ha vivido el racismo y el desprecio desde que nació, negra, en Lisboa. Solo Dios, y la parroquia, ofrecieron paz a esta familia. Y ahora el Papa ha venido a confirmar, con su ternura, que lo que les han contado es cierto. Que Dios ama a todos, sobre todo a los pequeños.