Pentecostés, la fiesta de la Iglesia
Solemnidad de Pentecostés / Juan 20, 19-23
Evangelio: Juan 20, 19-23
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Comentario
Celebramos el domingo de Pentecostés. Es el día de la Iglesia. Porque la celebración de la venida pública y definitiva del Espíritu Santo es la celebración del nacimiento de la Iglesia y de su salida a la luz pública. Por tanto, es la fiesta del Espíritu actuando como regalo de Jesús para constituir públicamente a la Iglesia del Señor.
Pentecostés era una fiesta judía que, aunque tenía precedentes agrícolas, se había convertido en la fiesta de la alianza. Es decir, se trataba de la conmemoración del Sinaí: la llegada al monte, la revelación de la voluntad de Dios y su expresión en la ley. Una ley que será la constitución de un pueblo, el pueblo de Dios. Por lo tanto, es la fiesta del don de la ley, de la alianza, del nacimiento del pueblo de Dios.
Sin embargo, ahora ese don no será la ley, sino el Espíritu Santo. Estaban todos reunidos, perseverando en oración, con María, con los hermanos… (Hch 1, 14). Es un grupo encerrado en sí mismo, asustado, a la defensiva, con las puertas cerradas. Fácilmente se habrían podido convertir en una pequeña secta judía, en una de aquellas corrientes que componían el plural judaísmo en la época de Jesús. Sin embargo, no era esa la voluntad de Dios. A los 50 días de la Pascua del Señor el Espíritu Santo rompió las puertas y el fuego de la Palabra salió de aquella sala donde estaban reunidos.
Previamente han reconstruido el grupo de los doce (Hch 1, 15-26). La Iglesia no puede ponerse en marcha con once, es decir, con el grupo apostólico disminuido por la traición. No hay efusión del Espíritu Santo sin que la base inicial apostólica esté reconstituida.
La primera lectura de este domingo señala cómo el Espíritu Santo se manifiesta en lenguas de fuego (Hch 2): lenguas fogosas, apasionadas; fuego en el habla, en la lengua. Cada miembro de aquella Iglesia naciente va a recibir el Espíritu y lo va a acoger para hablar, porque el Espíritu va a poner palabras de fuego en su corazón. Por eso, inmediatamente, llenos del Espíritu Santo, fueron capaces de hablar a todas las culturas y a todas las gentes, a cada uno en su propia lengua. Fueron capaces de predicar e inculturar el Evangelio. Este es el nuevo pueblo de Dios: el don de la nueva alianza, que ahora no es la ley sino el Espíritu Santo.
El Evangelio de este domingo de Pentecostés es un pasaje del capítulo 20 de Juan, que en los días siguientes a la Resurrección hemos proclamado varias veces. Es el primer día de la semana, al anochecer. Todos los discípulos están en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En ese momento Jesús entra y se pone en medio para hablar a los suyos. Saluda en primer lugar con la paz. Pero inmediatamente muestra sus señas de identidad: las manos y el costado. Es el perfil identificativo de su persona para la eternidad. A continuación, Jesús repite el saludo de la paz, que es el deseo de la alegría infinita. E inmediatamente tiene lugar el envío. El Padre lo ha enviado y ellos están vinculados a Él. Por lo tanto, los envía, igual que el Padre a Él. Son su prolongación. Dicho esto, exhala su aliento sobre ellos y reciben el Espíritu Santo. Es el soplo, el aire divino. Quedan divinizados, invadidos por Dios en su existencia interior. Sin este paso no habría envío verdadero. Incluso Jesús, para empezar su misión, tuvo que recibir el Espíritu Santo en su humanidad. Al igual que para Jesús, este es el bautismo en el Espíritu Santo de aquellos que esperaban.
¿Y cuál será la señal de que han recibido el Espíritu Santo? ¿Cuál será el poder? La capacidad de perdonar. Este es el rasgo básico de la Iglesia. Por eso, cuando nuestra Iglesia sustituye o limita el poder de perdonar porque aspira al poder terrenal para ser respetada, para tener privilegios o para influir socialmente, está sufriendo un momento de profunda desorientación. Esa Iglesia está traicionando a Jesús y se está distanciando de Él, al igual que Pedro cuando negó a Jesús.
De este modo, el Evangelio de Juan que proclamamos en este domingo de Pentecostés presenta la efusión del Espíritu Santo unida a la Resurrección del Señor, vinculada al primer día de la semana, el inicio de la nueva creación. Pero como Espíritu para la misión, con un eje y una dirección clara: el perdón.
Celebremos Pentecostés, la gran fiesta de la Iglesia. Creer en la Iglesia es creer en Dios que obra creando este pueblo de Dios y dirigiéndolo hacia Él. La Iglesia es la misión que procede del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. La Iglesia somos nosotros. Cuando acusan y atacan a la Iglesia nos acusan y nos atacan a cada uno de nosotros. Renovemos nuestro amor de hijos, porque somos hijos de buena Madre, somos hijos de la Iglesia.