La tarde ya iba de caída, había sonado el segundo toque de campanas. En los pueblos, como no tenemos cobertura de internet, el WhatsApp son las campanas. El tercer toque es la llamada a comenzar la Eucaristía. Justo un poco antes de empezar se acercó la señora Upe a la sacristía. Traía un ramo de cantaricos, las primeras flores de su jardín. Y las primeras flores de su jardín ella las cuida para que adornen, embellezcan la mesa de la Eucaristía. Eso ya me hace pensar. En estas pequeñas comunidades hay muy pocas cosas que se hagan sin sentido, todo tiene su por qué. Y si tenemos una mirada superficial o de turista nunca llegaremos a saborearlo.
Cuando la señora Upe me dio el ramo, se la escapó una lágrima pequeñita. Una de esas que más de una vez han regado sus flores y sus oraciones. Dejó el ramo y me dio un abrazo sentido. Me quedé mirándola en silencio. Ella se acerca a la Eucaristía y lleva la vida, no sabe hacerlo de otro modo. Se acerca a la Eucaristía y, a los pies del Cristo, casi al lado de la mesa del altar, coloca su dolor, su no saber por qué, su no saber qué hacer. Allí pone la situación que vive su familia por esa hija que… Cuando te lo cuenta, en ese momento se le saltan las lágrimas. Te mira a los ojos y después a lo alto.
—Ya casi no tengo fuerzas, Luis Ángel. ¡Es duro, muy duro! ¡Maldita droga!
Y la miras, y te callas, y no sabes qué hacer. La abrazas y no sabes. Es difícil acompañar sin tener soluciones, es difícil saber acompañar en el dolor. Y, en estas ocasiones, se hace difícil vivirlo con esperanza. Es más, llega un momento en que no sé quién acompaña a quien. Se necesita una hondura de vida y de fe o, si no, todo se hace muy oscuro.
Cuando tienes 20 o 30 años crees que vas a salvar el mundo. Casi hasta crees que lo vas a hacer tú solo. Pero llegan momentos así, en que ya me gustaría saber cómo acompañar a esta persona que me necesita. No es que el mundo se haya hecho más pequeño. Se ha hecho más concreto y mis fuerzas más débiles.