No nos acostumbremos a la sangre

Francisco está visiblemente cansado y la rodilla no facilita las cosas. Pero como todo padre, su prioridad es el bienestar de sus hijos. Por eso, hace un esfuerzo que no pasa desapercibido y viaja a uno de los lugares más conflictivos del planeta para recordar a los explotados que Alguien les ama. Aunque en el Congo los hombres se levanten cada día para sobrevivir; los niños para trabajar esclavizados en las minas de coltán y alimentar con su labor forzada nuestro desinterés ante la obsolescencia programada y nuestra avaricia consumista, y las mujeres de Kivu del Norte para poder conciliar el sueño sin temer ser violadas por los terroristas, como le pasó a Rebeca —con quien hablamos en estas páginas en una mezcla de suajili y francés—, abandonada por su marido tras ser abusada y con pocas ganas de vivir. Aún así, asegura que está «muy contenta» por el viaje de Francisco. Porque el pueblo africano, que esperaba con ansia esta visita tras ser cancelada en julio, se desborda de la alegría del Evangelio. Basta verlo entonando cantos, envuelto en colores, danzando de esperanza al paso del sucesor de Pedro.

Tocado por la miseria, el congoleño renace como el ave fénix cuando se trata de recordar que hay una vida más allá del sufrimiento. «Mucho he deseado estar aquí y por fin he venido para traerles la cercanía, el afecto y el consuelo de toda la Iglesia católica», dijo el Papa nada más aterrizar en Kinsasa. El otro objetivo es «que se conozca lo que está pasando» en el país, ya que pareciera que «la comunidad internacional casi se haya resignado a la violencia que lo devora». No podemos acostumbrarnos a la sangre. Este Pontífice ha venido a la Santa Sede, corazón de la vieja Europa, desde el otro lado del mundo para que el católico de Occidente deje de buscar únicamente el calor cómodo tras las puertas de su parroquia y su familia y recuerde que toda vida es obra del Creador. Las vidas de los vecinos, las vidas de los usuarios de Cáritas y las vidas de los congoleños.