John Henry Newman podría convertirse en el trigésimocuarto doctor de la Iglesia, uniendo su nombre a los de san Agustín, santo Tomás, san Gregorio Magno… No es una simple especulación periodística. En el avión rumbo a Escocia, Benedicto XVI habló de su figura como la de un «Doctor de la Iglesia para nosotros, para todos, y también un puente entre anglicanos y católicos», algo similar a lo que dijo ya en 1990, en el centenario de la muerte del ya Beato.
El arzobispo de Burgos, monseñor Francisco Gil Hellín, destacaba, en una carta pastoral, que se trata de un acto de enorme calado y proyección», tanto que acuda «el Papa de Roma a beatificar a un exmiembro de la Iglesia anglicana, precisamente en el corazón de la misma Iglesia, como el que pueda hacerlo sin que se conmuevan los cimientos de la Iglesia de Inglaterra».
La percepción la confirmaba el propio primado de la Iglesia anglicana, Su Gracia Rowan Williams, ante el Papa, en el Palacio de Lambeth: «En 1845, cuando John Henry Newman finalmente decidió que debía servir a su conciencia y buscar su futuro al servicio de Dios en comunión con la Sede de Roma, uno de sus amigos anglicanos más íntimos, el sacerdote Edward Bouverie Pusey», escribió que el pecado es lo que nos separa a anglicanos y católicos. El arzobispo de Canterbury fue a continuación más allá de lo protocolario, con su llamamiento a «superar los obstáculos para restaurar la comunión» plena, y afirmó que, hasta entonces, más que limitarnos a «actuar juntos en la arena pública», debemos transparentar a Dios.
¡Método Newman aplicado al ecumenismo!: fidelidad a la verdad. Y allí nos encontraremos. Así respondía el Papa a una pregunta, a bordo aún del avión: Si «anglicanos como católicos ven que no se sirven a sí mismos, sino que son instrumentos de Cristo…, se unen, porque en ese momento la prioridad de Cristo los congrega y ya no son competidores…, sino que están juntos en el compromiso por la verdad de Cristo que penetra en este mundo y así se encuentran también recíprocamente en un verdadero y fecundo ecumenismo». Lo primero, entonces, es dirigir la mirada hacia Dios: «Diría que una Iglesia que busca sobre todo ser atractiva estaría ya en un camino equivocado, porque la Iglesia no trabaja… para aumentar sus cifras y así su propio poder. La Iglesia está al servicio de Otro… Sirve para hacer accesible el anuncio de Jesucristo».
Nadie dice que sea fácil. Escribía Juan Manuel de Prada en ABC: «Seguramente, Benedicto XVI tiene muy presentes aquellas palabras de san Agustín que Newman hace suyas en Apologia pro vita sua: Sean duros para con vosotros los que no saben por experiencia lo difícil que es distinguir el error de la verdad, y dar con el camino de la vida en medio de los engaños del mundo. Y muchos son los engaños y tentaciones a las que debe resistir la Iglesia, por parte de quienes quieren que aparte la mirada de Dios para dirigirla a cualquier otro lugar. «Nuestra situación eclesial actual es comparable ante todo al período del llamado modernismo, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX», esto es, a la época de Newman, escribía en 1970 Joseph Ratzinger. Se comprueba, por ejemplo, si uno analiza «el caso del vicario general de Constanza, Wessenberg, que exigía sínodos diocesanos y provinciales democráticos. Quien lee sus obras cree encontrarse con un progresista de nuestros días: se pide la abolición del celibato, se admiten sólo formularios sacramentales en lengua vernácula…». Todo eso haría, quizá, parecer a la Iglesia más atractiva a los ojos de algunos. Pero «no necesitamos una Iglesia que celebre el culto de la acción en oraciones políticas», afirmaba hace ya 40 años el actual Papa, imaginando ¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000? Es completamente superflua y por eso desaparecerá por sí misma. Permanecerá la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho ser humano y que nos promete la vida más allá de la muerte».