Un silencio de razón abierta
Llega la muerte, nos llega, siempre, a pesar de nuestras alocadas carreras en dirección contraria. Juan Pablo II nos enseñó a morir en la cruz y Benedicto a hacerlo en silencio, sosteniendo así, como dijo Francisco, a nuestra Iglesia
Ha muerto el Papa que arrodilló a la teología. Y que, al mismo tiempo, elevó la racionalidad de nuestra fe. Nos regaló una razón extendida, abierta al diálogo con el resto de ciencias, en fraternal conversación. A muchos que padecemos la tentación del intelectualismo, Benedicto XVI nos alivió algunos pesares escribiendo con amor sobre la lógica de nuestros misterios. Le veo en su última foto pública, el pasado 1 de diciembre, pequeño, pero con la mirada atenta, despierta, y me parece casi adolescente: sonríe con picardía y sin amargura ni cinismo, que son los verdaderos agentes de la vejez. A su lado la Madre y el Niño, unos pañuelos, una botella de gel hidroalcohólico, enfrente la corona de Adviento con su primera promesa encendida, un par de buenos amigos y una conversación ecuménica: la sencillez de una vida completa, vivida con intensidad pero sabiendo siempre que al otro lado, como dejó escrito, nos espera un encuentro.
Le pido a Dios un poco de esa paz serena, de ese aplomo con que el hombre se deja descansar, esperando sin angustia lo que tantos filósofos han temido, lo que muchos tratan de evitar con un inusitado y estéril entusiasmo. Llega la muerte, nos llega, siempre, a pesar de nuestras alocadas carreras en dirección contraria. Juan Pablo II nos enseñó a morir en la cruz y Benedicto a hacerlo en silencio, sosteniendo así, como dijo Francisco, a nuestra Iglesia. Ha muerto el Papa que vivió buscando la verdad, a la que consagró su vida. Escribió el catecismo, defendió el dogma, abrazó la cruz y miró de frente la realidad del pecado de tantos religiosos, afrontando con enorme dignidad la pesada carga de ser el primero en hacerlo. Peleó en los libros con su mundo, debatió con los más inteligentes y escribió una obra magna sobre Jesús. Cada página de su trilogía es fruto de horas de silencio y oración.
Su primer texto como Papa descolocó a quienes solo conocían de él lo que decían los periódicos: «En mi primera encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás». Ahí reside el verdadero legado de su pontificado. En este mundo ruidoso, en el que tan difícil es encontrar alguna verdad, Benedicto XVI nos ha regalado una, sostenida con delicadeza en cada uno de estos diez años de retiro: el silencio alivia el corazón. Apenas hay palabras suyas en este tiempo, solo referencias indirectas a sus rutinas monásticas. Así que veo mi vida ajetreada, los monstruos que me impiden dormir, las prisas que me agotan innecesariamente, el enorme peso de mis heridas… y luego contemplo a Benedicto en su silla, descansando tras el noble combate, como habiendo desentrañado, al fin, el verdadero misterio de esta vida. Y no puedo más que dar gracias a Dios por el regalo de su vida, que ya no es suya, sino patrimonio de todos los que seguimos peregrinando en este lado del mundo. Y que ahora podremos, al mirar el cielo con esperanza e intuir a Benedicto, aliviar nuestro corazón cerrado con su razón abierta.