Querido hermano: hace unos días hemos seguido con gran emoción tu gradual despedida de este mundo. Todas las comunicaciones resaltaban tu lucidez en medio de un progresivo empeoramiento de la salud. Y con frecuencia resonaba un eco apenas imperceptible, pero que tenía su fuerza: «No nos damos por vencidos, porque si nuestro cuerpo se envejece y debilita, nuestro espíritu se renueva y fortalece cada día» (2 Cor 4, 16).
Creo que este texto se ha cumplido con creces en tu larga vida. Porque tu espíritu se ha mantenido firme, sostenido por el Señor en cada momento, aunque te iban faltando las fuerzas físicas. Es deber de justicia agradecer esa entrega a Dios en su Iglesia hasta el último suspiro, literalmente, sin juegos metafóricos.
Nos dejas una gran herencia en tus documentos, donde nos has demostrado la fuerza del amor, la fe firme en el Dios que nos salva, la esperanza que no defrauda. Podemos decir, sin caer en exageraciones, que la persona de Jesucristo sedujo tu corazón y tu vida entera y desde ahí la entrega fue totalizante: para estudiar y formarte, para ser profesor teólogo y para asumir responsabilidades en la Iglesia hasta el papado.
Pero tu legado mayor, que ya hizo historia, es haber permitido que la barca de la Iglesia tuviera otro timonel porque tus fuerzas se debilitaron y no te sentías capaz de continuar. La entrega tuvo su parte de cruz, que cargaste con generosidad hasta el límite de tus posibilidades. Qué gran lección de humildad y de lúcida inteligencia para dar un paso histórico. A veces un no es un sí y Dios nos quiere en esa exquisita fidelidad al discernimiento para tomar la decisión adecuada, buscando el mayor bien para la iglesia.
Y abriste una puerta al futuro y desde tu llegada al monasterio Mater Ecclesiae has seguido sirviendo a la Iglesia desde el silencio y la oración, dejando que tu sucesor llevara adelante la misma barca, y se alumbrara así otra etapa eclesial. Ha sido un testimonio edificante tu presencia junto a Francisco, algo inaudito, pero cuando el Espíritu nos conduce, todo aparece con naturalidad. Gracias por estar sin hacerte notar, por ser el servidor fiel que se mantiene con la lámpara llena de aceite en espera de la venida de su Señor.
¡Gracias, muchas gracias, por tu larga y fecunda vida! ¡Por esa presencia callada que nos sigue interpelando! Descansa ya en la paz eterna.