¡Que viva el magenta!
Por muchos libros que armemos para convencernos de que el mundo no es lo que es, sino lo que yo proyecto sobre él, caramba, al final un día va la vida y te pone en tu sitio. En un mundo tan espiritualista como este, conviene reivindicar la verdad del cuerpo
El color del año 2023 es el Viva Magenta 18-1750. Lo elige un grupo de 40 expertos convocados por Pantone: algo así como el Club de Bilderberg del color. Se fijan en las tendencias en el arte, la moda y el diseño, en los movimientos sociales y políticos. No ha trascendido mucho sobre el proceso de selección; apenas unas declaraciones de Leatrice Eiseman, directora ejecutiva del Instituto Pantone: «En este año de tecnología, buscamos la inspiración en la naturaleza y lo real. Viva Magenta desciende de la familia del carmín, uno de los tintes naturales más preciados. Es también uno de los más brillantes y fuertes que ha conocido el mundo».
Más allá del esnobismo de estos círculos, me alegró esa declaración inesperadamente conservadora. En una época camino del metaverso, con más avatares que personas, esa selecta tribu —me los imagino con sus gafas de pasta y sus jerséis de cuello alto— ha decidido volver hacia «lo real».
En la última década, una serie de improbables filósofos encabezados por Maurizio Ferraris y Markus Gabriel ha abrazado algo llamado nuevo realismo. Frente a los postulados nihilistas y constructivistas de la posmodernidad, esta gente afirma que ahí fuera de nuestras conciencias, opiniones y deseos hay un mundo hecho y derecho que merece la pena conocer. El otro día, volviendo de Estella —por cierto: es un peligro conducir por Navarra en otoño. Los ojos se comen, más que miran, la decadencia de la hoja caduca volviéndose un festín de granates y cadmios, corales, pizarras, pardos, caramelos— el otro día, digo, me descubrió mi amigo Álvaro un concepto apasionante que manejan estos tipos: la fricción de la realidad. Por muchos libros que armemos para convencernos de que el mundo no es lo que es, sino lo que yo proyecto sobre él, caramba, al final un día va la vida y te pone en tu sitio. En un tiempo tan espiritualista como este, conviene reivindicar la verdad del cuerpo y de todo lo que se puede tocar: una filosofía de lo real —¡metafísica, ontológica!— más que una del yo. Una perspectiva humilde y sana que reconozca nuestro límite, que nos haga del todo lo que somos, y no una caricatura de lo que no podemos ser.
Le pregunto a Ana, mi mujer, qué le evoca el magenta —y al preguntar me acuerdo de Jacques Maritain y Raïssa, que pasaban horas en la Sorbona descifrando el significado del azul— y ella, que es tan sensible como práctica, me embiste con una metralleta cromática: «El açai depende, pero los arándanos pueden dar batidos magenta. La sandía. La fruta del dragón (¡ay!). La remolacha (¡oh…!). La cebolla roja. Los almendros en flor. Un pintalabios».
Los magnates del color podrían haber elegido un verde WhatsApp o un fosforito neón, tan Regreso al futuro. Pero han vuelto la vista a la pasión primera: la de vivir, la de estar aquí contigo, respirándote, viendo la lámpara del techo reflejada en tus ojos, con perdón del hurto a Miguel d’Ors. Y yo lo celebro. Amo esta existencia limitada y militante. Así que me sumo a la fiesta: ¡que viva el magenta!