Cardenal Mario Zenari: «Llevo el púrpura en nombre de todas las víctimas de la guerra»
El diplomático italiano ha representado al Papa como nuncio en medio de las guerras de Costa de Marfil, Sri Lanka y ahora en Siria. Tendría que haberse retirado hace dos años, pero la Santa Sede le pidió prolongar su servicio.
¿Cómo fue para usted esa segunda vocación de hacerse diplomático de la Iglesia?
No fue elección mía. Mi sueño era ser párroco, posiblemente en una zona rural, el mismo ambiente en el que había crecido. Después de ejercer seis años como vicario parroquial en mi diócesis de incardinación, Verona, mi obispo por aquella época me pidió que fuera a Roma para prepararme para el servicio diplomático de la Santa Sede. También me dijo quién me iba a reemplazar en mi parroquia. No tenía ni idea de qué implicaba este servicio, también porque en Italia no se conoce mucho el papel de nuncio apostólico.
Ha sido enviado a diversos países y también ante organizaciones internacionales. ¿Qué recibió en cada uno de estos destinos?
De vez en cuando pienso en las naciones en las que he prestado servicio. A veces, la situación en ellas no ha mejorado en absoluto. A veces ha empeorado bastante. Es muy triste. He admirado la belleza natural de cada uno de los países en los que he estado, de la sabana a la selva. He estado en países productores de cacao, café, pistachos. He apreciado su cultura y sus tradiciones religiosas —cristianas, budistas, hindúes y musulmanas—. Cuando celebro Misa en los países de Europa, miro al reloj. ¡En África, en alguna ocasión las celebraciones que me invitaban a presidir duraban cinco horas! Una vez me sorprendí de que hubiera durado solo cuatro.
Representar a la Santa Sede en instituciones internacionales como la ONU es una misión diferente. ¿Qué papel juega la Iglesia allí?
Siendo nuncio en una nación o en otra, la misión del representante pontificio con frecuencia no cambia demasiado. De vez en cuando, cambia el clima, la lengua, la cultura. La experiencia que viví durante cinco años ante las organizaciones internacionales y la ONU es del todo particular. Son el cruce de caminos de los problemas del mundo y es muy importante la presencia de la Santa Sede. Con frecuencia he encontrado mucho respeto y atención. Naturalmente es un mundo totalmente nuevo. Por así decirlo, se sale de la sacristía a la que uno se acostumbra como clérigo. ¡Realmente se trata de una Iglesia en salida, en todo su amplio significado! La Iglesia católica y la Santa Sede se encuentran dentro de la gran familia de las naciones, para convivir y tratar de resolver los graves problemas y expectativas del mundo. Es un lugar muy importante y delicado que la Providencia ha reservado para la Iglesia católica a lo largo de la historia.
Existe una sospecha fuerte sobre cómo en estas instituciones se difunden valores contrarios al Evangelio. ¿Hasta qué punto es posible plantarles cara?
Es una misión que no es fácil, un desavío a veces enorme. Un poco como el de san Pablo en el areópago de Atenas. Pero debe mantenerse. Incluso si de vez en cuando la voz del Papa y de la Santa Sede es rara o única.
Muchas misiones diplomáticas en Siria cerraron durante la guerra, pero tanto usted como el Papa subrayaron que era importante que usted se quedara. ¿Fue una decisión difícil de tomar?
Mantener la nunciatura abierta y operativa durante el sangriento conflicto fue una decisión obvia que nunca nos replanteamos. Generalmente la Santa Sede mantiene abiertas sus representaciones incluso en circunstancias difíciles similares a esta. Yo debería ser ya emérito desde hace dos años, por haber alcanzado el límite de edad. Pero a la vista de la complicada situación en la que todavía se encuentra Siria me pidieron seguir con mi servicio. También hace un par de años, por antigüedad de servicio diplomático en Siria, me convertí en decano del cuerpo diplomático en Damasco.
20,8 millones (antes de la guerra)
500.000
6,8 millones, y otros tantos desplazados internos
¿Cómo describiría su labor como diplomático de la Iglesia en un país desgarrado por la guerra?
Estoy al servicio de la Santa Sede en sus representaciones pontificias desde 1980. He servido, primero como consejero y luego como nuncio, en cuatro continentes y cerca de 20 naciones. Muchos de estos años los he pasado en países en vía de desarrollo, con frecuencia atormentados por sangrientos conflictos civiles. En 1999 me nombraron nuncio en Costa de Marfil, un par de meses antes de que estallara la guerra civil. A continuación, después de cuatro años, me nombraron nuncio en Sri Lanka, otro país afligido por un cruento conflicto de 30 años. Desde 2009 soy nuncio en Siria. ¡A estas alturas me considero ya un nuncio militar!
¿Y eso en qué consiste?
Mi principal misión es estar cerca de la gente que sufre. Permanecer en mi puesto es muy importante, incluso si a veces no se puede hacer gran cosa. Visito, en particular, a las comunidades cristianas. Uno de mis principales esfuerzos es sostener y organizar la ayuda humanitaria, siguiendo el ejemplo del buen samaritano. Siendo estudiante de teología y sacerdote joven me habría gustado especializarme en teología. Las circunstancias de la vida me han llevado a practicar en particular la compasión y la caridad.
Más allá de esa cercanía a la comunidad católica, ¿ha podido aportar algo diplomáticamente hablando en un conflicto tan complejo?
Además de tener en el corazón las necesidades de las comunidades católicas, también me preocupo de la grave situación humanitaria en la que se encuentra la población siria, golpeada por la que ha sido definida como la catástrofe humanitaria más grave causada por el hombre desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Una de mis tareas es mantener informado al Santo Padre y a sus colaboradores más estrechos y ver qué iniciativas se pueden emprender para poner fin a la guerra, promover la paz y reconstruir el país. Entre ellas, la visita que, con el consentimiento de mis superiores, hice al presidente Bashar al Asad en diciembre de 2016, cuando estaba en curso la violenta batalla de Alepo, o la visita también a Al Asad, en 2019, del cardenal Peter Turkson, por aquel entonces responsable del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, en calidad de enviado del Papa Francisco y de portador de una carta del mismo Pontífice. En aquel momento había combates en la provincia noroccidental de Idlib.
También se dirigió en Roma hace tres años a todos los embajadores ante la Santa Sede intentando que la comunidad internacional reaccionara al bloqueo en el que se encontraba el conflicto. ¿Ve alguna salida?
Ese encuentro lo presidieron el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado, y Paul Richard Gallagher, secretario para las Relaciones con los Estados. En septiembre pasado tuve un encuentro similar con algunos embajadores, también en el Vaticano, presidido por Gallagher. Una de las metas era llamar la atención de la comunidad internacional sobre el deterioro de la situación humanitaria. Sobre todo porque desde hace un par de años Siria ha desaparecido del radar de los medios. Desgraciadamente, el proceso político está bloqueado. Lo único que avanza a grandes pasos es la pobreza, que según datos de Naciones Unidas afecta al 90 % de la población; y la emigración, sobre todo la de los jóvenes.
¿Cuál ha sido el momento más difícil para usted de su tiempo en Siria?
Me sentía particularmente preocupado y triste todas las veces que oía pasar sobre mí por el cielo los cazabombarderos o silbar los morteros lanzados aleatoriamente sobre Damasco. Uno de ellos cayó sobre el techo de la nunciatura, sin provocar víctimas, la mañana del 5 de noviembre de 2013. Con frecuencia acababan golpeando a inocentes, entre ellos varios niños que iban o volvían del colegio. A algunos de ellos los visité en algún hospital de Damasco, con los brazos, las piernas o varias partes del cuerpo vendados por las heridas a causa de la metralla. Me impresionó especialmente una niña de 5º, con 9 años, a la que visité el Sábado Santo de 2014. Sus padres, sin palabras, la cuidaban. La monja me dijo que Laurine estaba particularmente inquieta y ansiosa ese día, porque el día anterior le habían tenido que amputar las dos piernas.
¿Ha habido algún momento en el que haya sentido la certeza de que su labor valía la pena?
Debo decir que en todos estos años no he tenido ninguna duda ni me he replanteado mi misión y el puesto que ocupo. Siento que estoy donde el Señor me quiere. Puede parecer extraño, pero me siento espiritualmente, si se puede decir así, como un nuncio militar, soldado raso al servicio del comandante supremo, el Señor Jesús, y de su estrategia de promoción del amor, la justicia y la paz. Al mismo tiempo me siento al servicio de su lugarteniente, el Papa. Me dijeron «ve» y fui. «Haz esto» e intento hacerlo. La estrategia es la del Señor y su lugarteniente. Y esto me basta. Poco importa el puesto y el rango.
No encaja en el perfil más común de un cardenal italiano, el de un arzobispo o un alto cargo de la Curia. ¿Cómo ve la elección del Papa seis años después?
No sé si en la historia moderna de las nunciaturas apostólicas, es decir desde el año 1500, ha habido alguna vez un nuncio cardenal. Esto me hace sentir un poco incómodo y mirado con lupa. El hecho que el Papa Francisco, ¡el Papa de las sorpresas!, haya nombrado cardenal al nuncio apostólico en Siria, obviamente de forma independiente a mi humilde persona, lo veo como una decisión valiente y muy oportuna. En la primera entrevista después de que se publicara el nombramiento, dije que «el Papa ha tomado una decisión justa. Con la púrpura, símbolo de la sangre, ha honrado la sangre de tantos niños sirios víctimas de este cruel conflicto». Y cuando llevo este color, con frecuencia pienso que no la llevo en nombre mío, sino en el de todas las víctimas de la guerra, en particular los niños. ¡Para mí no es más que la martirizada Siria!
Con todo, los cardenales tienen la tarea de ayudar al Papa a gobernar la Iglesia universal, aportando las riquezas de su Iglesia local.
En estos 13 años he tenido experiencia con las iglesias orientales sui iuris. En Siria están presentes cinco iglesias orientales católicas, y la latina. Para mí es una experiencia muy interesante que no había tenido antes. He compartido su sufrimiento viendo emigrar en estos últimos años a más de la mitad de sus fieles. También me gusta recordar que me encuentro en el país donde, en Antioquía, justo al comienzo del cristianismo, se llamó por primera vez cristianos a los discípulos del Señor. ¿Y qué decir de la conmovedora experiencia de recorrer casi cada día el «camino de Damasco»?
¿Qué buscará en un nuevo Papa cuando llegue el momento de elegirlo?
Francisco es el Papa de las sorpresas. ¡Pero es el Señor quien sorprende a su Iglesia y al mundo con cada elección de un Papa! Antes de ser elegido Francisco, respondí a un periodista que «espero un Papa párroco de Roma y del mundo». ¡Y pienso que mis expectativas se han hecho realidad! Pero para el futuro, que deseo que sea lejano, no me siento en posición de decir nada más que «dejémonos sorprender por el Señor cuando llegue el momento».