El pasado mes de octubre fue uno de los más calurosos de la historia… En el otoño, el frío y la lluvia no son solo algo normal, sino una bendición que nos permite encarar a sorbos el invierno. Pero estas altas temperaturas parecen estar rompiendo nuestro sentido común y, desde luego, están desquiciando nuestro sentido estético.
Hemos asistido atónitos a un octubre negro que debe hacernos recapacitar, que debe llevarnos a considerar que no todas nuestras acciones, incluso cuando defendemos una buena causa, son aceptables. A la barbarie de la guerra que se está enquistando durante meses, a la locura de los precios de la energía —que han disparado la incertidumbre y la intranquilidad de tantas familias—, se ha sumado durante las últimas semanas una cadena de atentados contraculturales de diverso signo que no solo son llamativos, sino que provocan verdadero vértigo. Nos encontramos ante un medio ambiente sociopolítico que presenta ciertos rasgos patológicos.
La sala Chiaramonti de los Museos Vaticanos acoge en torno a un millar de piezas de un valor histórico y artístico incalculable. ¿Qué le pasa por la cabeza a un individuo para derribar y triturar dos bustos de la época romana? Más allá del terror provocado en quienes estaban en ese lugar en ese instante, y más allá de los daños materiales, ¿se puede consentir una rabieta de tal calibre como reacción ante la imposibilidad de ser recibido por el Papa? Más que una actuación de la Gendarmería vaticana, deberíamos recetarle una buena dosis de actitud estética, que es esa forma de estar en el mundo capaz de reconocer que la belleza no solo es objeto de deleite, sino, sobre todo, una invitación a cuidar de todo y de todos. Nada se arregla por meter en la batidora mármoles romanos y triturarlos: eso no es apetecible ni agradable ni sabroso… No tiene nada que ver con la hermosura.
Los botes de sopa se convirtieron en un icono del pop art gracias a Andy Warhol, pero la sopa de tomate a la Van Gogh es un plato que únicamente se puede servir en la cafetería de la National Gallery de Londres. Dos activistas de Just Stop Oil la incluyeron en el menú cuando arrojaron el contenido de una lata de Heinz Tomato Soup sobre Los girasoles. ¿Cómo vas a defender la causa climática dañando un bien cultural? ¿Dónde reside la lógica de tu acción? ¿Cómo justificar ecológicamente la destrucción de un ecosistema estético? Hay quien podría pensar: «Podrían haber elegido otra obra que tuviera que ver más con la revolución industrial, como las de Joseph Wright of Derby», y así, por lo menos, tendría la conexión intelectual entre un acontecimiento histórico y un modelo de desarrollo no exento de perversidades. En todo caso, un acto violento, sea contra un bien cultural o contra un ser vivo, no deja de ser un síntoma de deshumanización, de pérdida de capacidad de reflexión y de desvarío en nuestro modo de actuar racionalmente.
Letzte Generation atentó contra Los almiares en el Museo Barberini, muy cerca de Berlín. Arrojaron sobre la obra de Monet puré de patata con el objetivo de que los políticos tomen medidas contra la crisis climática. Su pregunta era: «¿Qué vale más, el arte o la vida?». Esa cuestión, además de tramposa, es ilógica. ¿Acaso el arte no es una manifestación cualificada de la vida del ser humano? ¿Acaso la vida del ser humano no es algo en sí mismo valioso, hermoso, inspirador, único, como una obra de arte?
Mármol triturado, sopa de tomate y puré de patata eyectados… malos ingredientes para degustar la hermosura. Estas tres escenas acontecidas en Roma, Londres y Potsdam, sumadas a la última, en el Museo del Prado de Madrid, son un ejemplo de que nos encontramos ante un apocalipsis cultural cuya raíz no es otra que el olvido de la belleza, de esa belleza que nos recuerda que la naturaleza humana es una verdadera obra de arte, y que el mundo es, ante todo, una creación salida de la mano de un artista que solo actúa por amor. Eso es mucho más que ecología, es ecophilia: defensa de la casa común, por supuesto, pero sobre todo reconocimiento de que deberíamos amar y respetar aquello que nos da la vida cada día, por amor. Queda ya muy lejano el recuerdo de ese ataque que sufrió en 1972 La Piedad de Buonarrotti cuando un desalmado, martillo en mano, golpeó su velo, amputó brutalmente su brazo y acabó con su nariz.
Uno de los síntomas de la barbarie es la pérdida de la capacidad crítica, esa que nos ayuda a discernir entre las cosas buenas y las malas, que nos permite dotarnos de unos fines y elegir unos medios adecuados para alcanzarlos. En el momento en el que perdamos de vista la belleza dejaremos de contemplar la verdad y el bien. Debemos aspirar a seguir reconociendo la belleza en las obras de arte y también en todo lo que nos rodea, y así dedicarnos a construir y degustar una vida buena, una vida hermosa, una vida plena, una vida digna de ser vivida.