¿Estaba loco William? - Alfa y Omega

¿Estaba loco William?

Javier Alonso Sandoica

Antes de entrar en la exposición sobre el pintor y poeta William Blake, en el CaixaForum de Madrid, uno tiene que conocer a William Blake; como antes de encontrarnos a gusto en casa de un amigo, hay que hacer previa amistad. En su biografía, Chesterton se hacía la gran pregunta de si era pertinente aquel adjetivo con el que todos le calificaban: mad Blake. Juzguemos.

De niño, Blake vio en la copa de un árbol a cientos de ángeles. Una mañana, le dijo a su madre que había visto al profeta Ezequiel recostado en la sombra de la parcela, a lo que su madre respondió con un bofetón y añadiendo: ¡A desayunar! Otro día, se asustó de ver la cara de Dios trepando en la ventana de su cuarto y, ante la extrañeza de un amigo que advirtió cómo se quitaba el sombrero en plena calle, le respondió que saludaba al apóstol san Pablo. Chesterton asegura que Blake no era un loco, sino un genio de espiritualidad natural, un principio genuino e innato que le hacía trotar al tiempo por el páramo de lo cotidiano, cruzar el vasto territorio de la fantasía y entrar en los prados de Dios. En su lecho de muerte no dejó de proferir a voz en grito cantos de alabanza a Dios. A propósito del momento final del artista, Chesterton comenta: «Verdaderamente parecía aguardar que la muerte le abriera sus puertas, igual que un niño esperaría que se abrieran las puertas de la despensa el día de su cumpleaños».

Blake era el hijo de la otra cara de la Ilustración, no la del furor racionalista, sino la de ese espiritualismo o supernaturalismo del corazón que llevó a los primeros románticos a sacar de sus entrañas el tropel de hadas, elfos, gigantes y trasgos. La exposición del CaixaForum es magnífica. Además de una amplia representación de la obra del inglés, hay exponentes prerrafaelistas y algo de un pintor que puede sernos desconocido, pero una vez que se conoce resulta irresistible: G. F. Watts, del que, por cierto, también Chesterton escribió una biografía. La pintura de Blake no es impresionista; en él, no hay atmósferas de color, emulsiones de ilusión y efectos, en absoluto; lo suyo es el rigor del trazo firme, la línea a la que se vuelve una y otra vez con un subrayado nítido. Ojo con dejar de ver los grabados sobre el libro de Job y la monografía de La Divina Comedia: sería una deslealtad a esa amistad que ya podemos inaugurar con uno de los más grandes artistas que ha dado el continente europeo del XVIII.