24 de septiembre, festividad de la Virgen de la Merced, Patrona de los presos. «Son preciosos para Dios, y tienen que saberlo»
«Siempre es posible el cambio del corazón»: así lo afirma monseñor Omella, responsable del Departamento de Pastoral Penitenciaria, de la CEE, en un momento en el que la opinión pública se debate sobre si es posible la reinserción del preso en la sociedad. Cambio provocado, muchas veces, por la labor callada y escondida de la Iglesia en las cárceles españolas, que hace que muchos presos se cuestionen sobre el sentido de su vida
Alberto —por poner un nombre al azar—, español acusado de crímenes de sangre, pasó la primera parte de su condena en una cárcel parisina. Allí, un testimonio hecho vida trastornó por completo su corazón: el capellán de la cárcel pidió permiso al juez para encerrarse, como el resto de los presos, en la prisión. Para vivir como ellos. Comer como ellos. Sentir como ellos. Y así, acercarse a ellos. Años después, monseñor Juan José Omella, obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño, conoció a Alberto durante la estancia en la cárcel provinciana. «Este hombre me rompió los esquemas», reconoce el obispo, mientras recuerda que el preso se había convertido a la fe cristiana gracias al testimonio de este sacerdote, y que su conversión le llevó a estudiar Teología. «Cuando yo le conocí, era un apóstol en la cárcel: animaba a otros a ir a Misa, los acompañaba hasta la Confesión…». Él encontró la luz de Dios gracias al capellán, y, durante su estancia entre rejas —hoy está fuera—, llevó de la mano a otros hasta esa fuente.
Uno de los muchos voluntariados que pueden hacerse en las cárceles es el que hacen José Barrero y sus compañeros del grupo Santa María, que llevan once años jugando al fútbol con los presos de la cárcel de Ocaña. «Esto surgió durante una Semana Santa, la del año 2001, cuando nos acercamos hasta la prisión para hacer vida lo que orábamos en la capilla», explica José. «Nos gustó tanto, que hablamos con el monitor de la cárcel y, desde ese día, lo repetimos cada tres meses», afirma el joven, quien señala que «el fútbol aporta muchos valores de compañerismo, pero lo más importante es que provoca una unión especial, en la que todos somos iguales a todos». Gracias a esta unión, «que se suele dar, sobre todo, en las charlas en los banquillos, se dan conversaciones apasionantes, y diferentes a las que suelen escuchar entre rejas». Sin ir más lejos, la última vez que fueron a la cárcel, «un chaval, casi de mi edad, me decía que él se la jugó trapicheando con drogas. Porque si le salía bien, viviría como un rey. Nosotros tratamos de mostrarles que se puede vivir de una forma diferente, y les toca el corazón. Ellos escuchan atentos. Y les gusta».
Y añade José que no son sólo los presos los que aprenden en estos encuentros: «A mí me ayudan a salir de mi ombliguismo diario, y me animan a afrontar con enteraza muchas situaciones de mi vida diaria».
Esta historia evidencia que «siempre es posible el cambio del corazón», afirma monseñor Juan José Omella, también responsable del Departamento de Pastoral Penitenciaria de la Conferencia Episcopal Española. Y señala la importancia, «experimentada durante años, de no dejar al preso solo, que se pudra en la cárcel». Y añade: «Ni fuera de ella; el trabajo de reinserción es fundamental. Por eso, en España, hay numerosos pisos tutelados por voluntarios y trabajadores de Pastoral Penitenciaria, que trabajan por la reintegración de los presos en la sociedad». Y concluye: «El trabajo de la Iglesia con los presos humaniza y evangeliza».
Capilla llena en la Merced
Es el caso de la cárcel de Logroño, donde, gracias al trabajo de su Pastoral Penitenciaria, «hay hasta varios grupos de estudio bíblico semanal», señala su obispo. «El 23 de septiembre celebraré con ellos la Eucaristía, con motivo de la Merced. Cada año es un regalo, porque se llena la capilla».
Acababa de levantarme de la vieja litera enclavada en la pared de mi humilde celda. Al ponerme en pie, sentí que el hormigón que rodea los ocho metros cuadrados al que se reduce mi batallada vida, me oprimía aún más. Era uno de esos días que no quieres saber nada de nadie y, si no fuese por las normas que tengo que acatar, ni siquiera me hubiese levantado del catre.
Todo era chapuzón de dudas que se ahogaban en complejas preguntas. ¿Qué amigos tengo? ¿Con qué amigos cuento?
De repente, hicieron honor a mi nombre por la megafonía del recinto e inmediatamente acudí a la persona que me reclamaba. Cuando estuve a este lado del cristal, tú te hallabas en el otro. Y fue entonces cuando comprendí, yo que soy admirador de Jesucristo, que esa tarde estaba siendo preparado para recibir un regalo. Ahí te hallabas con semblante bonachón, cargado de obsequios, como haces casi siempre que vienes a visitarnos. ¡Qué cosas pasaron ese día! Venías a hablarnos de la amistad.
Monseñor Omella recuerda el tesón de los voluntarios para que esto ocurra: «En nuestro grupo, hay una chica que ha sido cantautora cristiana, y se pasa horas con ellos ensayando los cantos para la Misa. Les llega muy dentro». Tanto es así, que han compuesto una canción a la Virgen de la Merced, «y cuando llegan a la parte de las cadenas que se rompen, a todos se les llenan los ojos de lágrimas». Y «cuando veo esto —afirma el obispo—, me doy cuenta del dolor que significa estar separados de la sociedad, de la familia, de los amigos…». Y recalca que, gracias al trabajo de la Iglesia, «una labor callada, escondida, y humilde, muchos encuentran un camino de conversión, porque esa entrega de amor les hace que cuestionen su vida», concluye monseñor Omella.
Dios tiene mucho amor para ellos
Callado es también el trabajo de instituciones como la Fundación Horizontes, Justicia y Paz, o congregaciones religiosas, como las Hijas de la Caridad, que llevan décadas recorriendo las cárceles españolas. Sor Mari Luz, que lleva 30 años trabajando con presos, sostiene que, cuanto más pobres somos y más miserables, el Señor hace más maravillas en nosotros». Esta Hija de la Caridad, cada día, se monta en el autobús de los funcionarios que van a la cárcel de Estremera, en Madrid, para estar con «mis chicos», como ella los llama.
Cuando Dios entra en la cárcel, no lo hace para tocar sólo el corazón de los presos, sino también el de los funcionarios de prisiones que viven con ellos. Es una relación que, sobre todo al principio, puede resultar muy complicada, porque la fraternidad tiene que vivir en equilibrio con el respeto a la autoridad, y la misericordia no puede impedir que cada uno viva y actúe conforme a su situación. Eso es algo que sabe muy bien José, un funcionario de prisiones de la cárcel de Estremera, que no sólo está implicado en la pastoral penitenciaria habitual, sino que, el pasado año, se prestó voluntario para acompañar a un grupo de presos que participaron en la Jornada Mundial de la Juventud. «Participar con ellos en las actividades de la Pastoral, o acompañarlos en salidas como la de la JMJ, me ayuda a poner en práctica lo que dice la teoría de la fe. Me hace ser coherente, porque, aunque tanto los presos como yo sabemos el papel que nos corresponde, estar con ellos viviendo cosas tan profundas me ayuda a vivir de verdad mi fe en Dios», explica. Además, José cuenta que, cuando vive la fe junto a los presos, no lo hace como quien va a su parroquia, sino que tiene una responsabilidad para con ellos: «No se trata de estar pendiente de ellos, como si sólo estuviese trabajando y tuviera que vigilarlos para que no hicieran algo prohibido, sino que es más bien estar cuidando de ellos, como cuando los padres vigilan a los niños para que no metan los dedos en el enchufe». El gran cambio, no obstante, es el que hace que un preso y un funcionario de prisiones puedan sentirse hermanos: «La fe hace que hablemos el mismo lenguaje, que nos sintamos hermanos, aunque ellos sean presos y yo trabaje en la cárcel. Son cosas que sólo Dios puede hacer», concluye.
«Es que el amor del Señor es muy fuerte, y me pone mucho amor para dárselo a ellos, aunque yo recibo más», responde tras ser preguntada sobre cómo tiene fuerzas para seguir, con sus 75 años, tan dispuesta como el primer día. «Un día, en el patio de la prisión, había sentado solo un chico conocido por ser muy agresivo. Estaba triste y pensativo. Me acerqué a él, le abracé y le dije que Dios le amaba mucho, y yo también. Él se echó a llorar, y me dijo que nadie le había hablado hace tiempo con tanto cariño», recuerda la religiosa.
«Son preciosos para Dios, y tienen que saberlo», afirma la religiosa, que cada semana imparte un curso bíblico en Estremera. También se reúne los sábados, en la basílica de la Milagrosa, con su comunidad Nueva Vida, en la que internos que han salido ya y voluntarios que la ayudan se juntan para rezar por todos los presos de España.