Cada vez que hay elecciones en otro país no es raro que políticos y periodistas trasladen el resultado a España con comparaciones insostenibles. Tampoco es extraño que, en función de su simpatía hacia el ganador, brinden en la fiesta de la democracia o digan poco más o menos que los ciudadanos votan mal. Algo así ha ocurrido tras la victoria de Giorgia Meloni en Italia, reducida a análisis como que «nuestros vecinos dan una patada a los eurócratas y al globalismo» o que «el fascismo amenaza la democracia».
En espera de medidas concretas y de qué relación establece con la Unión Europea, la baja participación, el crecimiento de Hermanos de Italia y la presencia de otras formaciones populistas muestran el hartazgo de los italianos. En un contexto de incertidumbre y con una «densa agenda de problemas» —en palabras de los obispos italianos hace unos días—, el reto de la primera mujer al frente del país transalpino es aparcar las soflamas y gobernar para todos, «especialmente para los más frágiles y para los que no tienen forma de hacer oír su voz». Si no lo hace, en una república en la que los primeros ministros no llegan al año y medio en el cargo, su recorrido será corto.