Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que, frente al Papa, nunca había visto una reacción similar. El 14 de septiembre, cuando Francisco hizo acto de presencia a bordo del papamóvil en la explanada de Nursultán, donde celebró Misa para el pequeño rebaño kazajo, se hizo el completo silencio. Durante unos instantes nadie coreó el nombre de Francisco o celebró su presencia. Un par de minutos después comenzó la algarabía, contenida, eso sí. Nosotros, los de fuera, fuimos testigos de una suerte de combate en el que pareciera que la mente iba venciendo al corazón.
¿Por qué reaccionaron así o, mejor dicho, por qué no reaccionaron? Quizá las décadas de fe en la clandestinidad y los años de terror, represión y adoctrinamiento ateo han dejado más poso del que pensamos. Quizá ese poso todavía atenaza las emociones. «¿Cómo no recordar los campos de prisioneros y las deportaciones en masa que han visto en las ciudades y en las vastas estepas de estas regiones?», decía el Papa unas horas antes, frente a las autoridades de Kazajistán, una nación más joven que cualquiera de nosotros.
Hace unos años, entrevistando al escritor que tradujo al albanés las oraciones de madre Teresa, me contó que en Albania estaba prohibido pronunciar el nombre de la santa. Es más, pocos sabían quién era y los que se enteraron de que había ganado el Nobel en 1979 pensaban que la noticia era una mentira del Gobierno comunista, la enésima manipulación para hacer sufrir más al pueblo. Para controlar todavía más sus mentes y aplastar, aún más si cabe, la fe en sus corazones. Kazajistán se escindió de la Unión Soviética en 1991, pero aquel ateísmo salvaje y aquella persecución inhumana aún se notan, se escuchan… y no se escuchan, como cuando entró el papamóvil en la explanada. Aquella represión retorció la conciencia humana hasta los límites más abyectos. Y esa herida tarda en curarse. Quizá por eso el Pontífice ha privilegiado el este de Europa en su viajes. Porque sabe que se necesita mucho amor para romper las cadenas de la libertad oprimida. Estas visitas apostólicas a lugares tan impensables para nosotros también nos recuerdan lo que tenemos, pero no atesoramos y casi ni ejercemos, ese «derecho a la religión, a la esperanza, a la belleza y al cielo».