La isla del tesoro - Alfa y Omega

La isla del tesoro

Javier Alonso Sandoica

Sumamente recomendable la exposición de la Fundación Juan March, en Madrid, sobre la pintura británica de los últimos 500 años: desde un retrato magnífico de Holbein, hasta lo ultimísimo de Hockney. Las exposiciones en desarrollo temporal tienen la ventaja de que el visitante visualiza un proceso, en este caso el de un país. Aún recuerdo la retrospectiva de Juan Gris en el Reina Sofía del año 2005; la cosa empezaba con un cuadro de adolescencia, con mucho influjo impresionista y poca impronta personal, hasta la madurez del que quiere expresar la belleza adelgazando la forma, hasta hacerla casi invisible. Una trayectoria vital es siempre un regalo. La Gran Bretaña del XVI fue una nación virulenta con las imágenes. Además de la disolución de los monasterios, llevada a cabo por Enrique VIII a mitad de siglo, Eduardo VI, su hijo, llevó adelante un programa absolutamente iconoclasta. De hecho, al rey Eduardo lo llamaban Josías, por el destrozo del legado de imágenes. Hay un retrato de la condesa de Bedford, de autor anónimo, en el que aparece la retratada con un libro cerrado en sus manos, y el codo apoyado en una mesa desnuda de imágenes. No hay una sola cruz, ni un retrato de la Virgen, ni santos. El único signo religioso que aparece es el de tres libros que aluden a la Palabra de Dios, pero a su sola Palabra. Quizá muchos no conozcan a Hans Holbein el joven, pero si pensamos en los rostros de Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro o Enrique VIII, reproducimos inmediatamente los retratos de aquel maestro que se afincara en Inglaterra desde 1626. Hay un bellísimo cuadro de Van Dyck, otro de los artistas extranjeros que se quedaron en la isla.

El rabioso puritanismo de la época le lleva a decir al autor de las notas al programa de la Fundación que «los retratos del rey y la reina, y de otras figuras destacadas de la sociedad inglesa, traen a la memoria un mundo brillante, pero cerrado. Las mascaradas cortesanas, con sus complejos decorados y juegos de luces, costaban enormes sumas de dinero y se percibían como una cultura católica y extranjera». Con el XVII llega el florecimiento del comercio; y, con la Ilustración, la hipertrofia de la máquina y el análisis. Un exponente de ello es un aguafuerte de Hoghart que muestra un desglose de la belleza, como si la belleza fuera una tira de lomo a despiezar, y no un apunte del misterio del hombre. Hay muestras de L. Freud, Bacon, Rossetti, y el Hockney más posmoderno, un hombre zambullido en su piscina, con el desdén del desencanto y la infelicidad.