La manzana no es tentadora. Otros alimentos sí lo son. Nos atrevimos a hacer frente al Legislador para disputarle la pureza del ibérico y salvar el jamón serrano; pero ¿quién se enfrentaría a Dios por una simple manzana? Nadie. Quizá algún vegano. Pero nadie en su sano juicio. Una manzana no vale un paraíso, y no vale casi nada. Es cierto que hay nutrientes poco apetecibles en la infancia que con la madurez se vuelven sugestivos. Es el caso de las lentejas, por las que —¡con su choricito, Esaú…!—, podríamos llegar a vender una primogenitura. Pero en ningún caso parece creíble que llegásemos a cambiar nada de valor por una manzana. La manzana es aburrida. Es monótona. La suma de bocados que exige su consumición es siempre excesiva. En el primer mordisco ya nos ha dicho todo lo que nos tenía que decir, y quizá con olerla habría bastado. Siempre nos cansa antes de acabarla.
Eso no ocurre con el pecado. Por eso, siempre me ha impactado que la leyenda popular se sirva de la manzana, pues, en el relato del pecado original la Escritura no especifica el fruto prohibido. Bien podía haberse elegido el mango, o las cerezas. La caída tendría algo más de sentido. Pero la manzana vuelve estúpido el pecado.
Tanto es así que Dios sale muy bien parado en esta versión popular. Al poner la frontera del pecado bordeando el pomar muestra sus ganas de colaborar. Si del árbol colgasen uvas fermentadas o a la vez malta, lúpulo y levadura, se desvelarían sus malas intenciones. Pero Él, que es bueno, fue bonachón y quiso facilitar las cosas: ¿quién se alejaría de Él por una manzana?
Por lo mismo, Adán parece estar bien hecho: su aversión al pecado coincidía con su rechazo a las pomáceas. No fue hecho animal manzanero. El desorden no provenía de los apetitos naturales. Al contrario, el desajuste de los apetitos —por el que uno empieza a comer manzanas como un animal— proviene del pecado. El hombre no tiende al pecado, como no tiende a la manzana. Ese es la gran verdad de la sabiduría popular, que busca más allá de los instintos una aclaración de la pérdida del Edén.
Es ahí, cuando Eva entra en juego. El hombre se toma acríticamente la manzana que la mujer pone en su mano. No le discute, no se resiste, no protesta. Él no ha escuchado a la serpiente; no sabe nada de sus falsas promesas. Pero Eva se la ha dado; ha bastado eso. ¿Cómo puede caer rendido con tanta facilidad? La manzana le gusta tan poco como la enemistad con Dios. Pero Eva le gusta, y mucho. «¡Carne de mi carne!».
Aquí el feminismo actual vendrá a saludarme emocionado entre abrazos y lágrimas. Se apresurarán a acabarme el artículo, sosteniendo que las culturas patriarcales de las que bebemos habrían demonizado a la mujer desde el origen: cosificada, ella es el fruto prohibido. Pero eso no explica la elección de la manzana por parte de la sapiencia del pueblo. Es más, la oscurece: de haber querido acusar a Eva se habrían escogido fresas, o directamente nos habríamos saltado el postre… Porque una mujer que ofrece manzanas no es sexi. De hecho, las madres obligan a comer manzanas para soslayar el complejo de Edipo.
El problema no es Eva, sino Adán. La manzana solo se entiende si él está completamente embobado. Sí, el tonto de Adán se ha enamorado. Por ahí vino el pecado. Coladito hasta las trancas, estuvo dispuesto a tomarse aquella tortura dietética mientras esbozaba una estúpida sonrisa. Cautivado, llegó a olvidarse de Dios y sus normas. Todo cupo en ese olvido. Si Adán pecó es porque cayó en el engaño de pensar que le bastaría con Eva, que no necesitaría nada más —salvo quizá tragarse aquel adelgazante—. Su amor sería suficiente para toda la vida. Juntos lo podrían todo. Serían como dioses.
No pretendo juzgar al pobre Adán. ¿Quién no se ha atiborrado a manzanas para gustar a una mujer? O a un hombre, pues la razones por las que Eva cogió el fruto manifiestan la misma obviedad. Tampoco vengo ahora a teñir el amor de pecado. No hablo del amor. Yo me refiero al hechizo y al embrujo de los que llegan a pensar que el último amor solventará todos sus males, y dejan atrás mujer, hijos… La más astuta de las criaturas, la serpiente, enloqueció la percepción del amor, que debía ser una ayuda adecuada. Dios hizo amantes a los hombres como signo ambivalente de la riqueza divina y la pobreza humana: Eva y Adán eran mutua ayuda porque con su insuficiente amor significaban respectivamente al que es el Amor. Lo serpentino está en tomar el signo como significado, el sacramento como patria. La expulsión del paraíso no es más que ese amor vaciado. Sin el divino, el agotamiento del amor humano desertiza la vida.
Yo esto lo aprendí de Álvaro, al que hace poco casé. Al preguntarle por qué se casaba por la Iglesia me respondió con un tratado de antropología teológica: «Porque con querernos no nos alcanza para toda la vida».