Pensar… me gusta pensar mientras la noche cae en el centro de la ciudad. Vuelvo a casa despacio, saboreo los olores de la vida que me rodea. Los colores. El ajetreo. Y reflexiono. ¿Sobre el ansia de poder, sobre cómo el hombre se transforma cuando lo adquiere? Puede. A ratos. Me detengo más en la capacidad del hombre de perdonar, aún siendo humillado. Todavía más en el concepto de redención, en cómo alguien «purga su culpa» para liberarse de una carga. Purgar… purgatorio. ¡Eso es! ¡La isla de los esclavos es una suerte de purgatorio! O quizá sólo es una utopía. No sé. Tengo más preguntas que respuestas –estará orgulloso de mi quien haya escrito el programa de mano–.
Venezia Teatro nos hace carne y pálpito el texto La isla de los esclavos, una pequeña joya de Pierre de Marivaux, maestro del teatro neoclásico francés, que ya en 1725 creó un espacio en el que amos y siervos se intercambian sus papeles, con el fin de meterse en los zapatos del otro, de conocerse. De reconocer. Tiene miga el tema.
En el texto de Marivaux hay muchos factores en juego. El primero, el experimento de intercambiar cazadores por cazados, que ya da para escribir versos y versos. Este juego podría contextualizarse a lo largo de la historia del hombre, y no perdería ni un ápice de su actualidad. Yo, mujer del siglo XXI, que critico tanto la actuación de quienes ostentan el poder… ¿qué haría yo si estuviera en su lugar? ¿Sería capaz de mantener mi pureza, mi lealtad, mi ética sin mancha? Claro que sí, me respondo veloz. «La codicia no es uno de mis pecados capitales favoritos», continúo. «Y la crueldad con el inferior, mucho menos». Lo firmo, ¿eh? Lástima que será difícil comprobarlo. El hombre es avaricioso, le gusta jugar a ser como Dios. Es nuestra naturaleza más salvaje, más animal. ¿Qué pasaría si la diésemos rienda suelta, sin estar sujetos a normas sociales, a un contexto que limita?
Hay un segundo factor en juego en esa suerte de isla utópica, en la que Arlequín –Borja Luna– y Cleantis –Ana Mayo– pasan de pertenecer a alguien a ser completamente libres, y –súmese, para más juerga–, a ser amos y señores de quienes antes coartaban su libertad. Ese segundo factor es el de la maldad y la bondad innata al corazón del hombre. Arlequín, personaje que, como su propio nombre indica, bebe de la Comedia del Arte, acoge con energía su nueva situación. Incluso intenta devolver el dolor sufrido. Pero su corazón puro le impide infligir ese sufrimiento a su antiguo amo Ifícrates –Antonio Lafuente–. No ocurre igual con Cleantis, dura y cruel con Eufrosina –Eva García–. Vengativa Cleantis.
También pienso, mientras camino, si las herramientas del poder se aprenden socialmente. Cleantis y Arlequín no saben qué hacer con ellas. ¿La libertad se aprende? Son libres, pero no son capaces de disfrutar de esa libertad. Son conducidos magistralmente por Trivelín –Javier Lago–, juez y parte de la historia, el dueño del tablero que mueve las piezas. Por sí mismos, no pueden reaccionar. Recuerdo, en este punto, a Morgan Freeman en Cadena Perpetua, donde, tras salir de prisión, cuenta a su nuevo compañero de trabajo que, «tras 20 años pidiendo permiso para ir al baño, no me sale una gota si no aviso a alguien».
Y, finalmente, me detengo en la dos grandes enseñanzas que me llevo hoy a casa. Una, que el hombre es capaz de perdonar, hasta en las situaciones más duras. Lo fue en la utopía de Marivaux en 1725. Los esclavos perdonan a sus dueños. Lo es hoy. Hace unos días hablaba con Eugenio Sanz, un héroe anónimo, Hermano Marista, que vivió en el antiguo Zaire mientras Mobutu hacía de las suyas, y después pidió ir a Rwanda para acompañar a los corazones rotos tras el genocidio. Para compartir su dolor. Allí conoció a un joven tutsi que presenció cómo mataron a su madre y a su hermana. «¿Sabes quién lo hizo?», le preguntó el misionero. «Sí, mis vecinos», respondió el niño. «Podría denunciarlos -ya que los tutsis ganaron y controlaban el país-, pero no lo haré. Los he perdonado en mi corazón», añadió el joven.
La otra es esa capacidad de redención de la que os hablaba al inicio. Eufrosina e Ifícrates reconocen su culpa. Se agachan. Imploran. Piden clemencia. ¿Es el ser humano, capaz de las mayores atrocidades, digno de una segunda oportunidad? ¿Puede el hombre redimirse verdaderamente, o el alma rota ya no se recompone?
¿Quieren respuestas? No las tendrán. Pero acérquense a la Sala Dos del Fernán Gómez. Nos merecemos preguntas. No sólo vivir rápido, fácilmente. No está el hombre hecho para la vanidad o la superficie. Nos merecemos ser, explotar al máximo quienes somos.
Gracias José Gómez por ser tan valiente y regalarnos este texto, esta magistral dirección. Esta estética directa, sin artificios. No sólo sale uno ensimismado pensando. También aprende. Fue una clase de teatro pura, vibrante, brutal, de manos de cinco actores de raza. Sigan su pista. Hay que tenerlos cerca.
★★★★☆
Nave 73
Palos de la Frontera, 5
Embajadores, Palos de la Frontera
OBRA FINALIZADA