Testigos de Cristo en la plaza pública
El cardenal arzobispo de Madrid, en su homilía de la Misa de clausura del XIV Congreso Católicos y Vida Pública, dijo:
El fin de la Historia es el que la liturgia de este domingo ofrece a los que celebran la Eucaristía; el domingo es siempre el Día del Señor y el día del triunfo del Señor resucitado. Se les ofrece como el horizonte en el cual tienen que concebir, proyectar y realizar su vida. Hay un comienzo en la historia de cada persona, ha habido comienzo en la historia de la Humanidad, incluso en la historia del universo; y hay fin. Y entre ese comienzo y ese fin estamos nosotros. Lo experimentamos cada uno en nuestra vida personal, en la vida de nuestra familia, de nuestros amigos, también de nuestra patria, de la sociedad en la que vivimos. Y hay fin para la Historia, en general.
Las lecturas del libro de Daniel, uno de los últimos libros de Antiguo Testamento, ya nos coloca en esa visión de que el final de la Historia está presidido por aquel que la puso en marcha, que es Dios, el Creador, aquel que espera que aquellos a quienes ha dado la vida, la libertad, la consciencia, sepan responder a ese don de la vida que puede ser plena de forma coherente con lo que han recibido. Ya en Daniel, esa Historia se presenta como una historia de lucha y de combate entre el bien el mal, del príncipe de este mundo y los ángeles de Dios, entre los pueblos que han elegido el camino de la alianza y de la ley de Dios y los que lo han desechado. Ese final de la Historia como un triunfo definitivo y glorioso no lo percibía todavía Daniel. Lo pueden percibir ya los que han conocido a Cristo, han creído en Él y le siguen.
Esa lectura, tan hermosa, de la Carta a los Hebreos, un texto del Nuevo Testamento muy hecho a la vera de las experiencias de los primeros cristianos procedentes del pueblo de Israel, coloca a Cristo como la clave de esa lucha histórica entre el bien y el mal, entre la gracia y el pecado, entre el perdón y la misericordia y la rebelión de los hombres contra Dios. La forma que Él elige es la del sacerdocio, la de la entrega de la vida, en oblación de amor y misericordia por los hombres al Padre. Es el mismo Dios el que asume la victoria del hombre en esa lucha histórica para conseguir un final glorioso. La Iglesia es el sacramento —a manera de sacramento, explica el Concilio Vaticano II— a través del cual esa victoria se perpetúa, la victoria de Cristo se perpetúa. El sacramento de la Eucaristía es el sacramento, en este momento de la vida de la Iglesia, en el que esa victoria se recuerda; y no sólo se recuerda, sino que se actualiza siempre que se celebra el sacramento, y sobre todo el domingo, el Día del Señor, en el que toda la Iglesia se reúne en torno del sacramento de la Eucaristía precisamente para celebrar esa victoria. Por eso, la vida del cristiano, la vida del que cree en Cristo, siempre está apoyada, cuando es de verdad creyente, en la esperanza: sabe que se va a triunfar, sabe que uno mismo en su vida puede triunfar.
La vida de los santos es la prueba más manifiesta de esa victoria en la vida personal de los que creen y siguen a Cristo, de ese triunfo del Señor, de esa obra sacerdotal nueva que Dios nos ha ofrecido y ha realizado a través del Hijo. Los períodos de paz, de gozo, de gloria, que a veces vive la Humanidad y viven los pueblos también, son una especie de verificación histórica de que, cuando se sigue el camino de la ley de Dios y de la gracia de Dios, también en la vida de lo temporal se producen adelantos de cielo, adelantos de triunfos definitivos, del triunfo definitivo cuando el Señor venga.
En nuestro tiempo, las sombras parece que pesan más que las nubes, y la crisis más que la esperanza. Hay que hacerse examen de conciencia y preguntarse: ¿Por qué? ¿Es que nos hemos desviado del Camino, la muerte, el sacrificio y la Pascua de Cristo, el camino del amor y la misericordia de Dios desbordantes sobre el mundo y sobre el hombre? Incluso apurando la pregunta podríamos decir: ¿Nos hemos apartado de la ley de Dios y de la gracia de Dios? Por eso, el tiempo histórico en el que vivimos se nos antoja tan apretado, tan crítico, a veces tan angustioso.
Católicos en la vida pública, o católicos en la plaza pública de la historia, es una expresión muy hermosa que acuñó Benedicto XVI. El Lunes Santo de la Semana Santa pasada, cuando le visitamos en Roma para darle las gracias por la JMJ de Madrid, les decía a los jóvenes de Madrid, de España, presentes en la audiencia: «Tenéis que ser testigos de Cristo en la plaza pública de la Historia». Eso tenemos que ser nosotros también en España: testigos de Cristo en la plaza pública de nuestra historia; y, para serlo, hay que ser cristianos, hay que ser de Cristo previamente. Y eso exige cultivo, cultivo de la vida interior, de la vida espiritual, de la oración. Santa Teresa de Jesús —hace poco más de un mes que celebrábamos su fiesta, estamos en el 450 aniversario de la inauguración del convento de San José, del inicio de la reforma teresiana— siempre decía que la vida de un cristiano, o comienza y se desarrolla como vida de oración, o no será.
Podría ser éste un buen propósito final de esta XIV edición del Congreso Católicos y Vida Pública, al menos para todos los que participamos y vivimos esta Eucaristía, y para que nuestra vivencia de la Eucaristía, sobre todo en la comunión, deje efectos duraderos en nuestras almas. Parece una paradoja que a través de recursos tan interiores, tan íntimos, que a veces nos parecen un poco individualistas, puedan abrirse las fuentes de la vida y de la luz y de la gracia para los que actúan y asumen responsabilidades comunes y de todos en la plaza pública de la Historia. Que la Virgen Nuestra Señora, que ya ha alcanzado el final de la Historia, y lo ha alcanzado como Madre nuestra, nos ayude a retomar el camino si lo hemos perdido, y a ser fieles a ese camino si estamos en él.