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Año nuevo, vida nueva. En este viejo dicho subyace la intención de romper con el pasado, cambiar de vida, supuestamente, para mejorarla tanto en el orden material como espiritual. Sería un buen momento, ahora que acaba de comenzar el año, para formularnos este propósito: aceptar de buen grado todo lo que la vida nos depare, porque hacerlo significaría que sabemos vivir.
Resulta muy fácil hablar de aceptación; sin embargo, resulta muy difícil aceptar las cosas que nos dañan. Aceptar las adversidades no es fácil, pero proporciona una gran tranquilidad de espíritu y ayuda a descubrir que los disgustos que, con frecuencia nos llevamos, suelen ser mayores que las causas que los motivaron.
Ciertamente, son muchas las cosas que debemos aceptar si queremos vivir sin problemas ni disgustos. Quizá la primera de ellas sea aceptarnos a nosotros mismos. Por otro lado, ya que hemos de saber vivir en familia y en sociedad, tenemos que aceptar el modo de ser de nuestros familiares, al igual que el de las personas de nuestro entorno.
Sin duda alguna, lo más difícil de aceptar es la enfermedad grave o la muerte. Y no sólo pensando en nuestros seres queridos, sino también en nosotros mismos. Saber resignarnos ante nuestra enfermedad e incluso saber aceptar nuestra propia muerte, sometiéndonos plenamente a la voluntad de Dios, es el acto supremo de la aceptación humana y una buena prueba de que hemos aprendido a vivir. Cuando se ha dejado todo en manos del Padre, cuando se ha sabido renunciar, es que hemos comprendido el verdadero sentido de la vida, es que sabemos vivir.
El domingo 6 de enero, asistí a Misa en la parroquia de San Nicolás, en Sanlúcar de Barrameda. Me retrasé dando gracias, y la iglesia se fue vaciando. Cuando me dí cuenta, el párroco, don Antonio Jesús, estaba al pie del altar con un pequeño grupo, en el cual, el sacristán sobresalía con un bebé en brazos. Me hicieron señas para que me acercara, y pude ver que se trataba de una niña preciosa, de poco más de un mes. Sus padres, jóvenes, rumanos, sin trabajo, y cristianos ortodoxos, vivían con la ayuda de la parroquia y con lo poco que podían sacar con la venta de calendarios. Los padres estaban felices, porque la parroquia los había acogido con tal cariño, que no les faltaba de nada. Me dijo uno del grupo que don Antonio la bautizaría el domingo 13 de enero, fiesta del Bautismo del Señor, y le pondrían María, nombre recomendado por el sacerdote a los padres.
Por lo visto, fue un bautizo con una ceremonia preciosa, e incluso me invitaron a asistir, pero, por causas de desplazamientos, no pude estar allí; sí lo estuve con el pensamiento, y me uniré a esta parroquia, que ha hecho de María su niña, y se han volcado con ella. Enhorabuena, don Antonio, por contar con tan buenos colaboradores, logrados por su simpatía y buen hacer. ¡Felicidades, María! Espero verte crecer.
La importancia de la familia en la transmisión de la fe es un dato de experiencia universal. Quienes hemos tenido la suerte de nacer en una familia cristiana, sabemos que en ella hemos descubierto las grandes realidades de nuestra fe: que Dios es nuestro Padre, que Jesucristo es nuestro Redentor, que el Espíritu Santo es nuestro Santificador, que la Virgen es nuestra Madre, que la Iglesia es la gran familia donde la fe se celebra y robustece, que todos los bautizados somos hijos del mismo Padre y, por tanto, hermanos… En ella hemos aprendido a rezar desde la más tierna infancia. La familia fue quien nos dio la posibilidad de entrar a formar parte de la Iglesia.
Algo parecido ocurre con la transmisión de los grandes valores. En la familia, se aprende a convivir con los demás, a quererlos en medio de la diferencia, a valorarlos por lo que son más que por sus cualidades. En la familia, se aprende a compartir, a perdonar, a ayudar a los demás, a trabajar, a sufrir, a disfrutar con las grandes alegrías y llorar con la separación de los seres queridos. También se aprende en la familia a respetar a los mayores, a prestar pequeños, pero constantes, servicios sin esperar nada a cambio, y a ayudar a los demás, especialmente a los necesitados y a los enfermos.
Según parece, hace unos días, el portavoz de la Junta de Andalucía, don Miguel Ángel Vázquez, sugirió poner un bozal a monseñor Demetrio Fernández, obispo de Córdoba, por la carta semanal que éste escribió el pasado 3 de enero sobre la ideología de género.
Un bozal es un objeto propio para animales que se usa con el fin de que no puedan morder, manteniéndoles la boca cerrada. No parece muy correcto querer tratar a alguien como si fuera un animal, por muy en desacuerdo que estemos con sus ideas. Ni parece muy democrático, ni tolerante, ni respetuoso con las libertades (entre ellas la libertad de expresión), ni con los derechos defendidos por la Constitución, el proponer mantener la boca cerrada de otra persona porque piensa de forma diferente. No parece seria esta postura para ningún ciudadano en democracia, y menos para alguien que es un representante gubernamental que debe dar más y mejor ejemplo aún, si cabe.
Aunque parece que se ha retractado, pues ha dicho que «es sano reconocer errores» y que retira sus palabras «para que los árboles no nos impidan ver el bosque», ha calificado el hecho de «metáfora desafortunada y anécdota», con lo cual no parece que sea consciente de la de la gravedad de su proceder.