Hay quienes puedes desligar la escritura de su vida, quienes pueden componer odas estando tristes o elegías mientras viven sus días más alegres. Los envidio. Mis textos, en cambio, están determinados por mi ánimo, que tiene algo de montaña rusa y es cambiante como el color de las escamas de un camaleón. Son luminosos cuando amanezco esperanzado, lúgubres cuando miro a mi alrededor y, conmocionado por la manifiesta imperfección del mundo, pierdo toda esperanza. Por eso me resulta imposible tener algo así como un sistema. No podría decirme ni optimista ni pesimista; soy lo uno y lo otro con idéntica asiduidad. Estoy firmemente convencido de que la realidad es en general buena, pero a veces escribo como si fuese cierto lo contrario. Considero, cómo no, que el mundo está ensombrecido por el dolor, pero cuántas veces han obviado mis textos esa sombra.
Hace dos semanas murió mi abuelo. Me habría gustado que este artículo versara sobre el mirlo que canta con la pertinacia suficiente para acallar el estruendo de los coches, quizá sobre el misionero que consagra su vida a los moribundos, tal vez sobre esa madre soltera que, conminada por sus amigos, consideró la posibilidad abortar y al final no lo hizo. Me habría gustado que versara sobre cualquiera de los rastros de bien que uno puede distinguir por doquier en este mundo cenagoso. Pero la tristeza me hace insensible a tales prodigios. Mi voz habría sonado tan impostada como la de cualquier político, tan sórdida como el graznido de un cuervo. Solo sé escribir sobre lo que llevo dentro, y lo que llevo dentro hoy es un dolor corrosivo como el aguarrás.
Mi abuelo era como mi segundo padre; he vivido en su casa, que es también la de mi abuela, durante estos últimos años. Pero no escribo sobre él por eso, qué va, pues los seguidores de Alfa y Omega podrían objetar, y con razón, que un texto así carece de relevancia. Lo hago porque, si no hubiese sido mi segundo padre y sí un abuelo cualquiera, yo nunca habría empezado a escribir y los cuatro lectores indulgentes que me leen, los cuatro indulgentes lectores que están leyendo este titubeo a pesar de todo, consagrarían su tiempo, ¡bien!, a otros autores más interesantes. Escribo sobre mi abuelo porque si no hubiese sido por él yo me dedicaría a otros menesteres: acaso, quién sabe, trabajara en una consultora o me hubiese hecho funcionario.
Desayunaba cada fin de semana con Chus, y casi puedo decir que mi tiempo orbitaba en torno a ese acontecimiento y que mi ánimo solo se debatía entre la nostalgia del desayuno pretérito y la esperanza del desayuno futuro. Era así porque admiraba a mi abuelo; lo veía distinto a todos los demás. En él la cortesía no era una formalidad, una amalgama de reglas que cumplir para conservar la honra, sino la expresión justa y necesaria de la caridad. Les preguntaba «qué tal» al quiosquero, al mendigo, al metre esperando que estos le respondieran algo distinto al «bien, ¿y tú?» que dictan los cánones, esperando en fin que le confiaran sus anhelos, alegrías, angustias. Y, mientras ellos se explayaban, él los escuchaba con una sonrisa que, pareciéndome pura ya en aquel entonces, ahora sólo me parece un germen, un reflejo de esa otra que no se desdibujaría de su rostro durante la enfermedad que lo postró. Su sonrisa alcanzó la plenitud cuando a su cuerpo lo alcanzó la decrepitud. Sonrió como Dios lo hace cuando sufrió como Dios lo hizo.
En un principio yo desayunaba un vaso de Cola Cao y un cruasán a la plancha; él una barrita de pan con aceite que nunca, nunca había de llevar tomate porque eso impide mojarla en el café. Al acabar, Chus leía el periódico –una lectura inconstante, interrumpida periódicamente por un propio al que trataba como si fuese el último al que vería con vida– y yo jugaba con mis dinosaurios de plástico o garabateaba un folio. Pero pronto empecé a imitarlo. No quería ser yo mismo, eso me parecía poca cosa. ¡Quería ser como él! Ya no desayunaba cruasán, sino barritas con aceite y sin tomate. Ya no pedía el Cola Cao con el entusiasmo de antaño, sino entre dientes y cabizbajo, como avergonzado de que mi edad no me permitiera imitar a Chus también en eso. Me deshice de los dinosaurios y al folio lo sustituyó un periódico que leía con la pompa de un adulto, con la ceremonia de Chus. He ahí, creo, el origen de mi vocación de juntaletras. El deseo de imitar a mi abuelo trocó en interés genuino por la política y el periodismo; el interés genuino por la política y el periodismo trocó, como por acción de una providencia, en amor por la palabra escrita.
Ahora, en medio de la desolación, mientras exploro mis recuerdos y me regodeo en ellos con la pulsión del masoquista, mientras el contador de palabras de Word me insinúa gentilmente que debo ir concluyendo, solo me consuela la vaga esperanza de que todo esto –el sufrimiento, la muerte– tenga un sentido. De que Chus esté leyendo ahora mis titubeos entre los ángeles y los santos, de que estos titubeos que en verdad son más suyos que míos le roben la sonrisa de la que hemos hablado antes y de que esa sonrisa robada disipe la sombra que oscurece el mundo desde el pecado de Adán y que, mezquina, me obliga a escribir artículos que desearía no escribir.