Efectivamente, «el Evangelio habla de una transformación del hombre que es una conservación de lo humano», como explica el filósofo francés Fabrice Hadjadj, judío de apellido árabe y religión cristiana, de quien he tenido noticia gracias a este semanario, nuestro apreciado Alfa y Omega. Y lo dice cuando nos informan de que Alemania y Francia venden sus iglesias para convertirlas en viviendas de lujo, bares o discotecas.
«¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!» escribía Nietzsche, hace un par de siglos. Era un grito de terror, sin duda, que de momento impresionó a sus contemporáneos y, años después, indujo a organizar la vida, la sociedad, el ser humano, sin contar con Dios. Como si no existiera. Incluso se ha llegado más lejos, al querer el ser humano suplantar a Dios y considerarse su propio hacedor. Y así nos va. Hemos vuelto al pecado de nuestros primeros padres: pretender ser como dioses. Y el resultado es la deshumanización. Si no hay Dios, no hay hombre. Si no creemos y no amamos, nos destruimos. Nos volvemos ególatras, individualistas. No cuenta el hermano. No hay fraternidad. Es lo que ocurre en este comienzo del siglo XXI.
Tanto los que se consideran los amos del mundo, los que mantienen un orden mundial injusto que genera hambre, miseria, cambio climático, degradación ambiental, como los que impiden el derecho a nacer, el derecho a la dignidad del ser humano, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a la alimentación y tantos otros derechos (a la educación, a la sanidad, a la familia), todos ellos están consciente o inconscientemente contra la Humanidad.
Los que ponen obstáculos al libre comercio de los pueblos, los que prefieren producir agrocombustibles, en vez de alimentos, los que acaparan tierras de países en desarrollo, impidiendo la soberanía alimentaria de los países pobres, los que promueven la burbuja especulativa incluso negociando con los alimentos de primera necesidad, los que persiguen el lucro por el lucro, ésos también perjudican seriamente a seres humanos y pueden acabar destruyendo nuestro planeta.
Y ¿cómo cambiar todo esto? ¿Qué podemos hacer? Es necesario algo más que buena voluntad. Hace falta tomar conciencia de la situación, mentalizarnos, acercarnos a la información adecuada. Hace falta mirar todo, mirarnos todos con ojos nuevos. Hace falta una transformación del hombre para poder conservar lo humano. Nos hace falta Dios. Nos hace falta el Evangelio.
Es tarea de las instituciones internacionales, de los Gobiernos, de las organizaciones sociales y ciudadanas, desde luego. Pero, además, y en primer lugar, es tarea de cada uno de nosotros. Especialmente de los cristianos. Tenemos que empezar por cambiar nuestras mentalidades, nuestro modo de vivir, de consumir, nuestros objetivos vitales. Ser más austeros y más solidarios. Tenemos que apostar por la esperanza de un mundo justo. Nos hace falta Dios. Para conocer estas realidades de nuestro mundo sugiero leer el informe de Manos Unidas sobre El desafío del hambre, recién presentado en Madrid. Vale la pena conocer lo que está pasando.