La Madre Laura. Un faro para la Iglesia misionera del Papa Francisco
«Confiadas en Dios, iremos allá»: con la audacia del Evangelio se adentró en la selva la madre Laura Montoya, fundadora de las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, con la misión de anunciar a los indígenas el amor de Dios. Escribe don Gerardo del Pozo, decano de la Facultad de Teología de la Universidad San Dámaso, de Madrid, quien ha visitado recientemente algunos lugares significativos en la vida de la nueva santa colombiana
He visitado la casa donde nació madre Laura, y su tumba en Medellín. Y he visto el entusiasmo con que se prepara la peregrinación a Roma para la canonización de la primera santa colombiana.
La madre Laura fue una mujer excepcional. Dios la equipó con dones acordes a la alta misión que le encomendó: llevar el Evangelio a los indígenas de la selva a los que no había llegado antes misionero alguno. Su vocación misionera nació de la Eucaristía: «Un día (a. 1908), en mi visita al Santísimo, mientras pedía al Señor que diera la luz de la fe a esas pobres almas, sentí un dolor intenso e inexplicable. Comprendí que Dios escuchaba mi oración y me constituía madre de esos seres desdichados. No sabía aún cómo iría a ser esa maternidad, pues la idea de la Congregación no había nacido en mi mente… En 1914, cuando (en Dabeiba) vi por vez primera a los indios, sentí un gozo indecible, el de la madre que encuentra al hijo que había perdido muchos años antes. A pesar de que no los conocía, los sentí tan míos, tan míos, y los amé tanto, que verdaderamente reconozco que Dios ya los había engendrado en mi alma. Ellos, por su parte, me amaron. Con toda naturalidad me daban el título de madre».
Funda entonces una Congregación misionera femenina porque confía en la capacidad de la mujer para llegar al más débil y oprimido, y acompañarle en el descubrimiento de su dignidad como hijo de Dios. Piensa que las mujeres son las indicadas para llevar el Evangelio a los indígenas. A través de su feminidad y capacidad maternal de relación, Dios llegará hasta el corazón de los indígenas y los salvará. Hasta entonces, se había ensayado la evangelización sólo con la fuerza masculina e incluso militar. Ella se pregunta si Dios tenía reservadas las almas a la fuerza de la debilidad femenina e inerme. Responde: «No lo sé, pero confiadas en Dios iremos allá».
La madre Laura adoptó la pedagogía del amor maternal, pero con el vigor de las mujeres fuertes de las que habla la Biblia. Trabajó con los indígenas, los escuchó y les hizo sentir su valor como personas. Tuvo claro que era necesario estar con ellos, identificarse con ellos, aprender su propia lengua, llevar su misma vida, porque «superarlos en la manera de vivir era alejarlos de alguna manera…». Defendió su cultura, redactó informes, pidió auxilios, reclamó justicia…
Su obra misionera está alimentada desde dentro, por el deseo de saciar la sed del Crucificado vivamente percibida en la Eucaristía: «¡Cuánta sed tengo! ¡Sed de saciar la vuestra, Señor! Al comulgar, nos hemos juntado dos sedientos: Vos, de la gloria de vuestro Padre; y yo, de la de vuestro corazón eucarístico! Vos, de venir a mí; y yo, de ir a Vos». Vida mística y ardor apostólico informan desde dentro su libro Voces místicas de la naturaleza. Lo escribió para las misioneras en sus incursiones en la selva que podían durar semanas. Escribe en su Autobiografía: «Un día pasó por mi mente esta idea: ¡No tienen sagrario, pero tienen la naturaleza! Es necesario enseñarles a las Hermanas a buscar a Dios en la naturaleza como le buscan en el sagrario, pues aunque la presencia de Dios es distinta, en las dos partes está y el amor debe saber buscarlo y hallarlo en donde quiera que se encuentre». En lenguaje poético y vibrante, va mostrando a las Hermanas cómo se pueden ver reflejados el amor y sabiduría de Dios en todas las criaturas.
Misionera y ángel
«Misionera y ángel –escribe en la introducción– significan lo mismo: nuncio o enviado». De ello deduce que las misioneras deben imitar a los ángeles cuando descienden a la tierra para cumplir una misión, pero no dejan de ver ni adorar a Dios. Tampoco las misioneras deben perder la santa presencia y adoración de Dios en sus correrías. Considera a las misioneras incluso más afortunadas que los ángeles: «Vosotras –les dice–, sin perder la santa presencia de Dios, podéis sacrificaros por Él, y sufrir todos los días por las almas que rescatáis, supliendo en ellas con vuestros dolores, lo que falta a la Pasión de Cristo».
Bajo la presidencia del cardenal Bergoglio, en Aparecida, la Iglesia iberoamericana sintió que el Señor la llamaba a salir al encuentro de todas las periferias humanas y ser no sólo evangelizada y misionada, sino también evangelizadora y misionera. A través del Papa Francisco, hace ahora la misma llamada a la Iglesia universal. La Madre Laura, precursora en el camino misionero de la Iglesia iberoamericana, es elevada como un faro para la Iglesia universal. Sus hijas (las lauritas) la siguen alegres llevando en 21 países el Evangelio a las periferias humanas.