Madre Verónica: «La gente pensaba que se me había ido la olla»
Noches en discotecas, amigos muertos por las drogas y cómo encontró su nombre en un burdel de Burdeos: así dio la fundadora de Iesu Communio ante los jóvenes de Barcelona su testimonio más personal
«Duele ver a tantos jóvenes en el anonimato que caminan solos en medio de la multitud, cansados y aburridos de la vida antes de empezar a vivirla. Muchos jóvenes de hoy han tocado fondo, jóvenes aletargados, sin voluntad de vivir, sin alegría», así comenzó su testimonio la madre Verónica Berzosa en el encuentro de jóvenes Betel 22, organizado por la Delegación de juventud de la Archidiócesis de Barcelona hace unos días.
La fundadora de Iesu Communio contó que un día vio una pelea en una discoteca, en la que un joven le clavó un botellín de cocacola en el ojo a otro. «El mundo que veía en los jóvenes de la noche me hirió y me marcó profundamente. Yo no podía defenderme de todo eso. No podía verlo como una espectadora. Ese dolor me desgarraba. Su SOS me hacía morir de pena», recordó.
«Muertos en vida» por las drogas
Desde los 13 años «sabía que lo tenía todo pero que en realidad no tenía nada», y que vivía «en una sociedad con mucho miedo a vivir». «A mí, en cambio me apasiona vivir, estaba acuciada por la sed de lo eterno», confesó en Betel 22.
Más adelante, durante un tiempo «salí con un chico, y un día le dije en su descapotable: “¿Pero te das cuenta de que un día te vas a morir? Yo solo deseo un amor que no muera nunca”. “Ese solo es Dios”, me dijo, aunque ambos no teníamos mucha fe, pero esas palabras se me quedaron grabadas para siempre».
En su juventud, la madre Verónica vivió el inicio del boom de la droga: «Gran parte de mis amigos cayó en esta trampa y murieron con 30 y tantos años, jóvenes bellísimos reducidos a muertos en vida», lamentó.
A esa edad, «no podía sostener esa alfombra interminable de soledad, esas nuevas pobrezas de los ricos de este mundo, un hambre de amor y de Dios que nos hace sentirnos solos en medio de la vida».
Los «viernes monjiles» del colegio
El día que cumplió 15 años, su hermano Raúl Berzosa, que entonces era seminarista, entró a su habitación y la sorprendió mirándose al espejo: «Me regaló un cuadro de unas mariposas con un mensaje que decía: “No seas mariposa bonita de alas, sin raíces en ninguna parte”. Fue una pedrada a mi vanidad», contó la fundadora de Iesu Communio.
Berzosa recordó también ante los jóvenes de Barcelona que «yo fui a un colegio de monjas. Un día nos pusieron unas imágenes de santa Teresa de Calcuta, y me fascinó cómo ella escuchaba el grito de sed de Jesús». A esos días en los que les hablaban de cuestiones de fe «los llamábamos viernes monjiles y solo queríamos escaquearnos, pero poco a poco se convirtieron en días que deseaba más que el fin de semana».
El comienzo de su vocación «no fue fácil», porque «mi mayor deseo era la libertad y tenía mucha rebeldía». En general, «veía a la Iglesia como una aguafiestas, intolerante y llena de prohibiciones». Sin embargo, «es verdad que la Iglesia prohíbe, pero porque es Madre y te ama. Comprender eso… El amor exige que no todo se permita, y eso es algo que tenemos que aprender para madurar».
La Verónica del burdel en Burdeos
«Yo antes me llamaba María José», desveló la religiosa, que contó así cómo eligió el nombre que tomó tras entrar en la vida consagrada: «Un día me fui de casa y aterricé en Burdeos, y a medianoche me encontré en mi hostal a una joven con la cara llena de sangre. “Mi vida es un infierno, no tengo a nadie”, gritaba. Nos pusimos a hablar y en un momento dado me dijo: “Pero es que no sabes dónde estás?”. Lo decía porque una parte de ese hostal era un burdel. Ella se quiso marchar aprisa para no comprometerme pero antes de salir corriendo le pregunté su nombre: “Véronique”, me dijo. Esa voz se grabó en mis entrañas y me dije: “Ese es mi nombre. No quiero malgastar mi vida, quiero ser Verónica en el calvario de este mundo”. En esa muchacha vi el rostro de Jesús sufriente, la sed de amor que me hacía volver a la fuente que es Cristo».
A los pocos meses «volví a la universidad y allí me sentía desubicada: “¿Pero tú qué haces aquí?”. No me podía limitar a sacarme un currículum, a dar la talla, a obtener éxito, a hacer un máster… Yo ya había conocido la Iglesia en un grupo de pequeño de cristianos donde me amaban tal como era, sin currículum. Solo duré tres meses en la universidad. La gente pensaba que se me había ido la olla, pero lo que se me había ido era el corazón».
Finalmente, cuando entró al monasterio, con 18 años, «hubo apuestas de que no iba a durar ni 15 días, pero hoy, después de 38 años, digo que jamás me arrepentiré de haberme entregado al amor, como decía santa Teresita. Cuando se abraza la fe, el corazón de Cristo empieza a latir en el tuyo. ¿Cuál es tu salida a tu corazón inquieto y sediento?», concluyó interpelando a los jóvenes.