La libertad no depende de un arma
Lo que se incultura se enquista, para bien y para mal y, en este caso, ningún argumento podrá convencer a los defensores del derecho a llevar armas de que ese derecho, de existir, es inferior al derecho a vivir
El problema no es tanto el arma, sino la mirada. ¿Qué ve este niño a través de la mirilla? Su maestro, ese padre que le instruye en el manejo de ese fusil improcedente, cree que así vivirá más seguro, protegido. Pero, ¿de quién? Solo necesita un arma quien cree vivir en un mundo de enemigos, de sombra. Decía Giussani que «la educación consiste en introducir al joven en el conocimiento de la realidad». Es decir, en educar la mirada para que esta nos devuelva lo que las cosas y las personas son. Lo que nos ha devuelto el crimen de Texas esta semana es a un problema complejo, cuya arista más espinosa es la cultural. Porque lo que se incultura se enquista, para bien y para mal y, en este caso, ningún argumento podrá convencer a los defensores del derecho a llevar armas de que ese derecho, de existir, es inferior al derecho a vivir. Se trata de una creencia poderosa, emocional, financiadísima, un relato que construye una realidad según la cual el mundo es un infierno lleno de enemigos que buscan atacarnos, robarnos, matarnos, etcétera.
Ese padre que asiste con su hijo a la convención de la Asociación del Rifle, pocas horas después de la matanza de Uvalde, le instruye en la defensa. Pero, ¿qué clase de enemigos puede tener un niño de 7 años? Hay profundas heridas en quien cree que su libertad depende de un arma. Porque implica creer que ser libre tiene que ver con el tener y el hacer y, sobre todo, que depende de uno mismo. Esa es una zona oscura del alma. Y para poner paz en el mundo primero hay que buscarla en el corazón de uno mismo. Por eso es tan pertinente el mensaje del arzobispo de San Antonio, Gustavo García-Siller, poco después de que ese chico de 18 años asesinara a 19 niños y a dos profesoras. «Ayudémonos unos a otros a irradiar luz y calor, hagámonos compañía», dijo el prelado. No estamos solos en el mundo, las grandes historias de felicidad suceden en pequeñas comunidades que se apoyan, se comprenden, que trabajan juntas en la educación de la mirada. El padre de la foto le dijo a un periodista que había enseñado a su hijo a usar el arma con seguridad y que por eso ahora no tiene problema en entregarle un arma cargada. «Estoy 100 % seguro de que estará a salvo», afirmó. ¿A salvo de qué? Detrás de esa mentalidad hay una concepción nihilista de la historia. Sartre dijo que el otro era un infierno y por eso Sartre no pudo ser feliz. Es hora de reivindicar la esperanza, que nada tiene que ver con esas frases horteras de míster, sino con una concepción concreta de la existencia: somos el uno para el otro y ese es el único camino para encontrar la paz y la felicidad. Educar la mirada, encender la luz, sembrar la esperanza: el bien es el único camino posible.