Nadar a contracorriente - Alfa y Omega

Vivimos tiempos de exaltación de la libertad individual, y sin embargo, probablemente, nunca fue mayor la sensación de pérdida de control sobre el rumbo de la propia vida. La mayoría de la gente se dedica –nos dedicamos– de algún modo a surfear por este mundo. Unos con más arte, otros con más torpeza, pero todos estamos a merced de las olas, impulsados de un lugar a otro por fuerzas ajenas e incontroladas. Son esas modas y consignas lanzadas desde algún despacho de Pekín, Francfort o Nueva York. El coste de las hipotecas, el precio del petróleo, las condiciones laborales, las grandes tendencias en los medios y en la industria del espectáculo… Todas esas decisiones que otros toman condicionan cada aspecto de nuestras vidas: nuestras costumbres, los valores dominantes, la estabilidad familiar, la natalidad… La sensación de frustración paraliza la creatividad de muchas personas. Se requieren fuerzas sobrehumanas para nadar contra esa corriente… Pero por eso mismo, la proeza está al alcance de cualquiera. Lo que hace falta es elevar la mirada. El Papa Francisco lo ha ilustrado a través de dos modelos de santidad: la Virgen María y Juan XXIII. Roncalli fue un Papa valiente, sin «miedo a los riesgos». Firmeza y afabilidad de carácter coexisten armónicamente en él. «Era un hombre de gobierno, un conductor, pero un conductor conducido por el Espíritu Santo», dice Francisco de su predecesor. La personalidad de la Virgen debió ser bastante similar: una mujer dulce y humilde, pero de armas tomar, imposible de manipular… «María no tiene prisa», subraya el Papa. «No se deja arrastrar por los acontecimientos». Antes de tomar una decisión, «se pone a la escucha », y, «cuando tiene claro qué le pide Dios», pasa a la acción sin demora. Eso requiere mucha contemplación y entrenamiento del espíritu, algunas renuncias. También nosotros, dice el Papa, «si sabemos mortificar nuestro egoísmo para hacer espacio al amor del Señor y a su voluntad, encontraremos la paz». Y la libertad. Y la sensación de caminar con un horizonte claro, que da sentido a todo el camino, aunque tengamos que hacer el pino, como cualquier hijo de vecino, para poder pagar la hipoteca.