Un tránsito deslumbrante
Hasta el 11 de diciembre puede visitarse en la catedral de Plasencia la exposición Transitus, primera edición de Las Edades del Hombre fuera de las diócesis de Castilla y León
Desde 1988, la Iglesia –y, en concreto, sus diócesis castellanoleonesas– viene organizando exposiciones de arte sacro a través de la fundación Las Edades del Hombre. Gracias a los dos arzobispados y los nueve obispados de Castilla y León, todos podemos disfrutar de la belleza deslumbrante del patrimonio que ellas custodian y ponen al servicio del pueblo desde hace más de 1.000 años.
En esta ocasión, Las Edades del Hombre transita, por vez primera, fuera de Castilla y León, y acoge a los visitantes en la catedral de Santa María de Plasencia (me pongo en pie para nombrarla). El título de la muestra es Transitus y, a lo largo de siete capítulos y un epílogo, reúne más de 180 obras del Greco, Zurbarán, Gregorio Fernández, Martínez Montañés y Luis Morales, que ha pasado a la posteridad con el bellísimo sobrenombre del divino.
Construida sobre la idea central del tránsito, es decir, del cambio, el desplazamiento, el movimiento, el paso de un estado o un lugar a otro, la muestra nos toma de la mano para acompañarnos en un recorrido por la historia, la pintura, la escultura, la orfebrería, y a través de ellas mostrarnos la historia de la salvación como camino, recorrido, peregrinaje que nos lleva desde Plasencia al otro lado de Atlántico.
Al visitante le da la bienvenida una explicación de la historia de esta tierra cuando ni siquiera se llamaba Extremadura. Por aquí pasan caminos que atraviesan la península Ibérica. Aquí se establecieron los pueblos desde antes de la llegada de los romanos. Se sentaron en estos campos los veteranos de las legiones y los visigodos, los musulmanes y los judíos, los ganaderos y los agricultores. Todos transitaron por algún lugar hasta establecerse en este sitio. Plasencia ha acogido Las Edades del Hombre y la exposición no podría haber encontrado mejor paraje para plantar su tienda.
Transitus exhibe obras de arte que estimulan el cuerpo –atención al olor de las maderas nobles o los cascos mojados de los barcos que parten a América– y alimentan el alma. ¡Ay! No faltan ni los maestros flamencos ni los genios del Barroco, cuyo origen se cuenta en un entrañable vídeo que se proyecta en el retablo de la Asunción.
«Tierra de paso», «Cambio de época», «Una diócesis para una ciudad», «La historia de la salvación», «La reforma de Trento», «Entre dos sueños», «La obra de la evangelización» y «¡Rema mar adentro!» son los títulos de los episodios y el epílogo que estructuran esta exhibición de belleza. Uno ya no sabe ni por dónde empezar: esta fíbula visigoda con vidrios relucientes, esta Virgen del Sagrario del siglo XIII, esta imagen de Santa María la Blanca del siglo XIV… Admiren este Cristo de los Doctores suspendido en el aire. Que no se les escapen los libros delicadísimos de la sala dedicada al humanismo –ese Nuevo Testamento de Erasmo, esa edición de La Celestina, ese Homero en griego de 1519 que da gloria verlo–, ni se les pase por alto tomar cuenta de los santos y los padres de la Iglesia latinos y griegos.
Yo ya no sé qué más decirles para que vengan. Aquí están todos. Ha venido el Greco con la Coronación de la Virgen (1591-1592); Gregorio Fernández con una Piedad (1620) que desgarra la carne; Zurbarán con este Cristo Crucificado (1636-1639) que está salvando al mundo sin que el mundo se entere. A Morales, el divino, directamente tengo que omitirlo porque son tantas sus obras que, si me quedo con una, ofendo a las demás. De acuerdo, me arriesgo: deténganse ante el retablo de la capilla de Ginés Martínez (1565-1566) y, si no se conmueven ustedes con ese Cristo con la cruz a cuestas –esa cruz en la que carga con los pecados de todos nosotros–, yo tiro la toalla.
Entonces llegan las salas dedicadas a la evangelización de América y se desborda todo de aromas, sonidos y colores vivísimos. Es reconfortante que no haya concesiones a la Leyenda Negra, sino verdadera justicia a la historia de España. Deténganse un instante ante estos ángeles arcabuceros llegados del Perú, o ante los marfiles tallados de Filipinas. Aquí tienen al Cristo de la Encina, bellísimo óleo del siglo XVIII. Allá, a la Virgen de Guadalupe, que se apareció a Juan Diego Cuauhtlatoatzin en 1531. Diríjanse a esos tres paneles que recogen los centenares de nombres de misioneros que marcharon a América a llevar al Evangelio. Busquen su apellido. Tal vez se lleven una sorpresa. Sin darse cuenta, habrán llegado al final de este tránsito fabuloso y se les habrá hecho corto.