Vivimos «una profunda crisis de fe»: es el juicio luminoso y certero que de la situación actual del mundo hacía Benedicto XVI, en la Carta Porta fidei con la que convocaba el presente Año de la fe. Como bien pone en evidencia la encíclica Lumen fidei, que ahora nos entrega su sucesor Francisco, ahí está la raíz última de todas las otras crisis que hoy afligen a nuestro mundo, políticas y sociales, laborales, económicas… En la presentación de la encíclica, el pasado viernes, el Presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, monseñor Fisichella, se refería a esta «crisis de fe que, por los problemas que comporta, tiene pocos precedentes en nuestra historia». Sencillamente porque la fe ilumina la vida entera y permite construir un mundo verdaderamente humano, y sin la fe todo queda oscuro y todo se destruye. Pero, ¿qué es la fe?
Esta primera encíclica del Papa Francisco la presenta en toda su verdad: es luz, ¡es la Luz!, y el hombre contemporáneo ha renunciado a ella, «ha renunciado –dice el Papa– a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino». Como se ha contentado con pequeñas esperanzas y con pequeños y falsos amores. En su encíclica Deus caritas est, poniendo el primer pilar de la trilogía sobre las virtudes teologales, Benedicto XVI ya salía al paso proclamando el amor verdadero, el amor grande que reclama todo corazón humano, ¡Dios mismo, Él es el Amor! Ahora, en Lumen fidei, el Papa Francisco subraya que «la comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad». Y el segundo pilar de la trilogía, la encíclica Spe salvi, recuerda la experiencia cotidiana de un hombre que ha renunciado al significado de la existencia: «Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida».
La luz grande de la fe, la gran esperanza y el gran Amor tienen un nombre: ¡Jesucristo! «Quien cree, ve –leemos en Lumen fidei–; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso». Sin esta Luz, fuente de toda luz, en definitiva quedamos sin ver. En la encíclica, se destaca cómo santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los Apóstoles –la fe que ve– ante la visión corpórea del Resucitado. ¡La misma fe luminosa que ha perdurado hasta hoy, la luz sin ocaso que permanecerá por los siglos, hasta su plenitud en el Gloria! La escena de la aparición de Cristo resucitado a los apóstoles, de la bellísima Maestà de Duccio, en Siena, que ilustra este comentario, da testimonio de un hombre que no ha renunciado a esa Luz grande, sin la cual la razón se queda a oscuras para lo más decisivo de la vida: su sentido. «Cristo –añade la encíclica–, con su encarnación y resurrección, ha abrazado todo el camino del hombre. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros: Cristo, que nos transforma interiormente, habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano». Por eso, ya en Deus caritas est, Benedicto XVI podía afirmar, sin complejo alguno, que «la fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio». Y Lumen fidei lo reitera, una y otra vez: «La fe y la razón se refuerzan mutuamente; la fe ensancha los horizontes de la razón». ¡Y los horizontes de la vida entera!
Sí, la fe ilumina, y fecunda, la vida entera, «permite comprender –afirma Lumen fidei– la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor», de modo que «ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza». Porque «la fe no aparta del mundo». ¡Todo lo contrario!, «asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales».
No puede ser más certero el juicio de Porta fidei afirmando que vivimos una profunda crisis de fe. Lo ratificó monseñor Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la presentación de Lumen fidei, el pasado viernes: «Debemos reconocerlo: todas las veces que no pensamos, obramos y amamos para que actúe la fe en Dios, no contribuimos a edificar un mundo más humano». Hay sólo pequeñas luces que se apagan, y en la oscuridad todo tipo de crisis, económicas, políticas y sociales, están servidas. La única verdadera esperanza para el hombre, y para el mundo, ¡la gran esperanza!, no es otra que la luz grande de la fe, pues ¡no tiene ocaso!