El XXII Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones nos presenta a un músico que se embarca, con su triste armónica, en una intempestiva huida por el Pacífico desde Buenos Aires. Sin arredrarse ante los dos transbordos obligados ni las 15 horas totales de viaje, decide, el día de san Cristóbal, volar en avión hasta las islas Galápagos con el único fin desesperado de apartarse del mundo conocido a pasar en soledad el domingo de su 60 cumpleaños. Lector ávido de Charles Darwin, rinde, con esta excentricidad cumpleañera, los honores a la figura de este y a su particular periplo histórico, pero el verdadero motivo de su autoexilio temporal en este rincón darwiniano de fauna especialísima es lamerse dramáticamente las heridas causadas por el mal de amores, enamorado como se declara de una mujer, Rut, que le ha roto el corazón. Ella es casi 20 años más joven y, a pesar de la relación de intimidad y apego que ambos se profesan, le considera a él demasiado mayor para avanzar más allá de la amistad en ningún caso.
Este rechazo sentimental lleva al músico en horas bajas a encadenar ideas desde una irracionalidad obsesiva y machacona acerca del paso del tiempo y el devenir. Se siente viejo, pero lo cierto es que se comporta como un adolescente veleta, atrapado en un estado de ánimo insoportable que pasa, sin aparentes causas de peso, del malhumor al optimismo desaforado en cuestión de segundos. No es la única contradicción de su ser. Es insomne, pero no se priva de soñar despierto. Eso sí, desespera un poco leer cómo se regodea en la autocompasión, a ritmo de blues e incluso al compás del tema As time goes by de Casablanca, que interpreta con fruición, y que, como en la película, cuando le piden que vuelva a tocar, así lo hace, igual que Sam en el filme, aunque se lo tenga a sí mismo expresa y terminantemente prohibido –el tocar gratis en público–.
Su inmadurez alcanza cotas máximas en las distancias cortas con las mujeres, algo que se evidencia en los párrafos que repasan los flechazos amorosos de su vida, es decir, cómo viene cayendo rendido ante el brillo de unos ojos femeninos de una forma tan fulminante que resulta un tanto ridícula. Cierto es que responde la suya a una búsqueda, artística y vehemente de la belleza. Así lo confirma a cada paso. Es muy curioso que su insistencia en que Darwin y Nietzsche mataron a Dios choque constantemente, de lleno, con ese anhelo de infinito que mueve, sin tregua, su alma. La impresión que traslada al lector es de sufrimiento incesante, de cargar con un pequeño, pero pesado tormento, elegido a conciencia, recreándose como se recrea en la cárcel de su propio ego: acaba reconociendo que lo que cree haber empezado a escribir como una larguísima carta de amor, este libro, no es sino una interminable carta a sí mismo, tal vez redactada con expectativas de reunir fuerzas para afrontar lo que teme que sea una última etapa biográfica marcada por la decadencia en barrena.
No deja de ser conmovedor, sin abandonar esta misma línea de actuación suya, cómo proyecta sus sentimientos sobre los animales, humanizándolos y brindándoles un tierno afecto, mostrándose casi patético en algún pasaje, enternecedor en los más. Los observa (a los pelícanos, los lagartos marinos, los lobos de mar, las tortugas) fascinado con asombro casi infantil, con maneras naturalistas pero sensibilidad lírica, invadido –desbordado, ahogado– de subjetividad, dando rienda suelta, sobre todo tras la cuarta cerveza, a mil filosofadas y teorías disparatadas sobre machos y hembras, sobre los comportamientos de los bichos que extrapola a su anécdota emocional y a los que llega a dotar, locamente, de un carácter universal inasumible.
Federico Jeanmaire
Alianza
2022
216
16,95 €