A los 25 años de la publicación de la Carta apostólica Mulieris dignitatem, sigue vigente, con profética y urgente actualidad, la intuición que el Beato Juan Pablo II formuló en el número 30 de ese documento: «Dios confía a la mujer de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano». Ahora bien, ¿qué es lo que nos hace más humanos? ¿Qué es lo que más humaniza lo humano? Sin duda alguna: el amor. Pero no ese amor narcisista que gira en torno al propio ego y busca sólo su interés; tampoco ese amor romántico e idealista, reducido a la experiencia fugaz y pasajera de los afectos, sentimientos y emociones, que hace del emotivismo su norma y criterio. El amor que se convierte en norma y medida de lo humano es el que nace de la lógica del don y del amor, el que busca siempre y sólo construir la comunión. La vocación específica de la mujer, llamada con una especial responsabilidad a humanizar lo humano, no puede entenderse desde la lógica del dominio, del poder o de la sola autoridad; tampoco puede reducirse a la lucha por el desempeño de esas tareas y cargos que logra arrebatar al varón. El significado y la vocación de la feminidad están vinculados de una manera única y particular a la lógica del amor y de la donación personal; en ella se encierra una fuerza moral y espiritual mucho más eficaz y fecunda que la fuerza del dominio o de la violencia, una fuerza capaz de reconducir hacia Dios todas las realidades y circunstancias del hombre, de todo hombre y de cada hombre. Así lo intuyó también Juan Pablo II en la Mulieris dignitatem: «La mujer es fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios le confía el hombre, siempre y en cualquier caso».
Pero esta vocación de la mujer, que ensancha la maternidad hacia el horizonte de lo universal, no puede ni debe realizarla sola. También el varón debe tomar conciencia de su vocación y del significado que encierra su masculinidad, pues también él está llamado a custodiar, junto con la mujer, por ella, nunca sin ella, lo más humano del hombre que es la vida y el amor. La vida es inseparable del amor y ambos son los dones más preciosos que el Creador confió a la custodia humana de los dos, del varón y de la mujer. Por eso, resulta parcial e inadecuado plantear la cuestión de la vocación y del significado de la mujer en la Iglesia y en el plan de Dios al margen o en oposición al significado y vocación de la masculinidad. ¡Cuánto camino aún por andar en esta grandiosa tarea de profundizar en el significado y la riqueza que entraña la diferencia sexual! El paso de los años está mostrando, con renovada actualidad, el carácter profético de la Mulieris dignitatem, que sigue siendo una invitación a rastrear en las fuentes bíblicas y en el tesoro de la Revelación los fundamentos de una Teología de la masculinidad y de la feminidad que está aún por hacer.
El bien común de los pueblos y sociedades, y aun el bien mismo de la Iglesia, reclama con especial urgencia de la mujer que sepa redescubrir la belleza y la potencialidad humana y espiritual que ha recibido en el don de la maternidad. Está en juego el futuro mismo del hombre y de todo lo humano, y con ello está en juego el misterio mismo de Dios. ¿Cómo explicar el misterio de la Iglesia desde una visión todavía empobrecida de la feminidad, o desde una idea de maternidad reducida a función biológica, a rol cultural o a mera carga social? ¿Cómo hablar al hombre de hoy del eterno engendrar en Dios, si ha desaparecido de nuestra cultura la figura del padre y el valor de la paternidad? ¿Y cómo podrá entender el hombre de hoy el lenguaje de Dios, el núcleo del Evangelio, si reducimos el amor a la espuma del sentimentalismo y lo separamos de la lógica del don y de la entrega? ¿Quieres saber qué es el amor? Mira a la Cruz. La maternidad de la mujer nos enseña a todos a custodiar la vida y el amor, a amar al hombre por sí mismo, a llevar dentro, junto al corazón, ese tesoro de lo humano, en el que Dios dejó impresa para siempre su bella imagen.
Carmen Álvarez