Herederos de una estirpe de santos - Alfa y Omega

Se acerca el día de Halloween, y el comercio global nos invade con calabazas, esqueletos y otros artilugios que coquetean con el terror. Y esta antigua costumbre celta va solapándose con una cultura cristiana, a veces anémica, a la que le cuesta valorar los tesoros que ha recibido de su tradición.

En cualquier caso, lo cierto es que el mes de noviembre nos desafía a plantearnos cómo abordamos la muerte.

Hace pocas semanas, tuve la suerte de asistir al inicio de un proceso de beatificación de una tía abuela. Y me parece que todavía no me he repuesto de la sorpresa. Yo tenía en mi memoria la imagen de ese rostro sereno, los recuerdos de mi infancia, al visitarla con frecuencia en el locutorio del convento de clausura. Para mí era, sin más, una tía de mi madre. Claro que siempre decían que había fundado una Orden nueva, pero no le di demasiada importancia, supongo que porque parecía la persona más normal del mundo.

No sabía que aquella mujer –que para mí tenía una juventud eterna en el rostro– había sido también una adolescente presumida; que había dicho que jamás sería monja; que fue sorprendida por una llamada de Dios en mitad de un bombardeo durante el julio sangriento de Madrid; que se encontró con un sacerdote también jovencísimo –don José María García Lahiguera– que había recibido idéntica inspiración de Dios, en otro lugar, en otro momento.

Yo sólo conocía las consecuencias de su incondicional a Dios: una vida plena, que contagiaba felicidad alrededor; una idea que sólo puede venir del cielo: que haya mujeres que expriman su vida entera para, desde la unión silenciosa con Cristo, nutrir la vida espiritual de los sacerdotes.

Ayer volvía del cine, de ver la película Un Dios prohibido, y me vino a la cabeza otra vez la tía María del Carmen.

Pensaba en el odio de quienes regaron España con la sangre de los mártires y en la misteriosa fecundidad de tantas vidas jóvenes que fueron segadas por el martirio.

Pensaba también en las Oblatas de Cristo Sacerdote: a ojos de nuestra cultura parecen personas sepultadas en vida pero, paradójicamente, nadie como ellas sostiene el edificio espiritual de la Iglesia y del mundo.

Pensaba en tanta riqueza espiritual de la historia de nuestra patria y nuestra familia, riqueza por la que somos herederos de una estirpe de santos.

Y, mientras veía más calabazas, más esqueletos y más escarceos con la muerte, caí en la cuenta de lo necesario que es el testimonio de los santos: de esos héroes, que dando hasta la última gota de su vida, nos muestran por qué vale la pena vivir, por quién vale la pena morir.