Este libro, galardonado con el XXV Premio de Novela Ciudad de Badajoz, coge su título, como se explica, «de una herramienta que se utiliza en literatura para adelantarle al lector los acontecimientos que ocurrirán posteriormente». Bajo el marco de esta declaración de intenciones, se suceden tres bloques narrativos: «Las despedidas», «Los que se van» y «Los que se quedan», de los que se sirve el autor para elaborar un relato intimista en primera persona sobre perdedores, ausencias, la culpa y la mendacidad en el seno de la familia.
El protagonista, que responde al apodo de Mina, es profesor de talleres literarios, algo que vive como un fracaso desde la vocación de escritor. Arranca su historia en el jardín de la residencia donde ha internado a su padre. Nos adelanta, haciendo los primeros honores al citado leitmotiv metaliterario, que el anciano senil Augusto Rocha Azpilicueta va a acabar allí sus días. Frente al lago artificial con césped de plástico y patos de madera, enjuiciará para nosotros la vida de su progenitor, tejida desde la mentira y, por tanto, abocada a la tragedia. Pudo haber sido campeón del mundo de lucha libre, con el sobrenombre de Mole o Mastodonte, pero acabó con una lesión que tiró abajo la farsa del ring y, además, con los huesos en la cárcel de Soto del Real durante cuatro años por atracar una sucursal del Banco Hispano-Americano con la réplica de un revólver Smith & Wesson.
El hijo, por entonces, tenía 9 años, y le veía como un auténtico héroe, un héroe con sandalias y calcetines blancos, porque su madre le ocultó la verdad, engañándole con la falacia de que Augusto trabajaba allí para el Gobierno, fabricando cohetes espaciales o vacunas para curar enfermedades mortales o algo por el estilo. Es en ese recuerdo infantil de la visita penitenciaria donde percibimos que todo podría haber cambiado entre padre e hijo y que la historia de su relación podría haber dado un giro en positivo si el preso no hubiera reprimido como lo hizo, posiblemente por pudor, un abrazo en público, en la sala de visitas. Ese abrazo que dejó pasar, que nunca llegó a darse, simboliza toda la falta de amor que la figura del padre atormentado exuda; también su enorme torpeza en la gestión de los sentimientos y la expresión de los mismos a sus familiares. El foco de esas páginas tan intensas, muy visuales, se centra en unas manos de niño atrapadas en otras grandes y agrietadas –vemos claramente en nuestra imaginación el plano detalle–, y la voz paterna instándole a estudiar porque «puedes tener suerte una vez pero, al final, la suerte se termina y, entonces, estás jodido».
En eso queda todo, y todo se deja al azar, nada de Divina Providencia. Los personajes están desorientados, como el Comepiedras –de La historia interminable de Michael Ende, llevada al cine por Wolfgang Petersen–, que «cuando llega la Nada arrasándolo todo, intenta salvar a sus amigos, agarrándolos entre sus dedos, pero se le escapan y mueren». Esta cita, o, más bien, esta imagen nostálgica de reminiscencias cinematográficas ochenteras, es otra de las potentes epifanías, haciendo gala, de nuevo, al título.
Lo que parece empezar con inspiración en los postulados posmodernos del filósofo Baudrillard y su concepto de simulacro, enseguida se desmarca hacia una introspección de puro deleite literario, también posmoderno, eso sí, que se permite muchos juegos con el concepto de ficción en sí mismo. Acaso hay un guiño genial a las maneras de Paul Auster al final que da un vuelco de esperanza y redención en términos de sacrificio por el prójimo, dejando a su vez sobre la mesa cuestiones delicadas en relación a temas como la infidelidad, el aborto y el duelo.
Miguel Á. González
Alrevés
2022
160
18 €