Estos días veía las imágenes de un niño ucraniano llegando a uno de los campos de acogida de Polonia. Iba en brazos de su padre y un voluntario le ofreció un huevo de chocolate, de una marca que hasta mi hijo de tres años reconocería. Ese niño se volcó hacia el voluntario buscando el huevo de chocolate e, imagino, también pensando en la sorpresa que tenía, como haría mi hijo.
A todos se nos estremece el corazón por el horror de la guerra, por una guerra que está, prácticamente, en la puerta de nuestra casa. Una guerra que afecta a gente como nosotros, a nuestros vecinos, a niños como mi hijo, que se vuelven locos por un huevo de chocolate. Y eso nos toca aún más el corazón y el estómago.
Hace apenas unos años veíamos a otros niños, los que llegaban de Siria, los que morían en el Mediterráneo, niños a los que nadie dio un huevo de chocolate en Lesbos. Hay otros muchos niños a los que nadie ha dado nunca un huevo de chocolate, como las niñas secuestradas por Boko Haram en Nigeria, los niños de la calle con los que yo trabajaba en Benín, los niños de la guerra de Sierra Leona, los niños que sufrieron el terremoto de Haití hace más de diez años y que aún no han vuelto a la normalidad, los niños del campo de refugiados de Lwena (Angola), que miraban con unos ojos enormes y una sonrisa extraordinaria, o los niños del campamento de refugiados palestinos de Shufat, en Jerusalén, que han hecho de algo transitorio un lugar donde vivir después de años y años desplazados de sus casas. A todos estos y a muchos más no los vemos, sus padres no tienen móviles ni WhatsApp, no son nuestros vecinos, están lejos, lejos en la distancia y lejos en el concepto, e nuestro imaginario colectivo.
Hoy toca Ucrania, toca pensar en Ucrania, ayudar a quienes sufren esta barbarie y devolver la paz a Ucrania y a nuestro continente, desde luego. Pero no podemos olvidar que ni en la guerra somos todos iguales, que hay guerras y guerras y hay niños y niños. Hoy nos emocionamos, lloramos y se nos encoge el corazón por Ucrania, por nuestros vecinos. Pero los que están más lejos, esos niños a los que nadie les da un huevo de chocolate, tal vez no sean nuestros vecinos, pero sí son nuestros hermanos.
Pensemos en los ucranianos, recemos por ellos, pero no olvidemos a los que nunca abrieron un telediario, a los que sufren en tantos y tantos rincones de nuestro planeta, a los niños que no saben lo que es un huevo de chocolate.