Conocí al jesuita húngaro Franz Jalics en 2013, hace ya casi una década. Durante doce días me recibió puntualmente en su habitación de Haus Gries, donde residió la mayor parte de su vida: a veces solo cinco o diez minutos, es cierto, pero en otras ocasiones también una hora y hasta dos. Mi curiosidad era insaciable por aquel entonces. Quería saberlo todo de su método y su biografía.
Jalics, fallecido el 13 de febrero de 2021, me escuchó con una paciencia infinita y me dio algunas claves que, al escucharlas, estimé muy valiosas. Tanto que las apunté en una libreta, si bien me propuse no leerlas hasta que estuviera de vuelta. Para contar lo que me sucedió con esas notas tendría que, primero, hacer memoria de una anécdota de Oscar Wilde, quien afirmó tener las mejores ideas para sus libros de madrugada. Tomó por ello la costumbre de dejar una libreta en la mesilla de noche, hasta que una mañana en que tomó su libreta leyó: «Chico encuentra chica». Eso era todo.
Salvando las distancias, esto mismo fue lo que me sucedió a mí con las notas que tomé en mis encuentros con el maestro Jalics. Cuando ya en casa las leí, me llevé una gran sorpresa. No eran tan interesantes como me habían parecido cuando las anoté. La fuerza de Jalics no radicaba en sus ideas, por buenas que pudieran ser, sino en su irradiación, en la fuerza de su presencia.
Esto de la fuerza de su presencia es algo que pude comprobar viéndole dar ejercicios. La tarea que él desarrollaba en ellos era mínima, pero determinante. Llegaba a la sala, se sentaba y, a menudo, no hacía nada más. Solo sentarse. Pero la sala era muy diferente cuando él estaba de cuando no. ¿Cuál sería el secreto?, tuve que preguntarme. Porque huelga decir que algo así lo querría también yo para mí: llegar a un retiro, por ejemplo, o a una conferencia, sentarme y ya; eso es todo. ¡Sería extraordinario llegar a ese nivel de condensación, a ese nivel de síntesis! El trabajo espiritual no consiste en hacer, sino en ser. Jalics era. Lo había conseguido. No tenía que hacer nada más. La pregunta es, por supuesto, cómo lo había logrado.
El libro Escuchar para ser (Sígueme, 2021) da la respuesta a esta pregunta en el mismo título. Escuchar fue para Jalics el camino para ser. Quizá no haya otro camino: si queremos ser, hemos de escuchar. Durante muchos años estuve fascinado por sus Ejercicios de contemplación, posiblemente su obra magna. En ellos Jalics enseña su método de meditación, es decir, su propuesta, muy concreta y articulada, para escuchar a Dios. Este método lo he leído y practicado casi sin solución de continuidad desde que cayó en mis manos; lo he enseñado y fundé Amigos del Desierto sobre este pilar. Sin embargo, de todo su legado me faltaba comprender al menos la otra mitad. Esa otra mitad es Escuchar para ser, donde Jalics hace ver, de forma tan sutil como eficaz, que él no se pasó la vida solamente meditando y escuchando a Dios, sino también acompañando y escuchando a los demás. Así que el secreto de Jalics no es solo Dios, también es el prójimo, si es que ambos secretos no son, en última instancia, el mismo.
He leído docenas de manuales sobre la escucha terapéutica y, más en general, sobre la relación de ayuda. Me he preocupado por hacerme con las fuentes bibliográficas que el propio Jalics usó, y no me refiero únicamente a los libros de Carl Rogers, sino a otros más aparentemente secundarios, como el de A. Godin titulado Cómo establecer el diálogo pastoral, que es la fuente en la que Jalics bebió más directamente, hasta el punto de que Escuchar para ser me ha parecido a veces una mera reescritura o una nueva y actualizada versión de este texto. Pues bien, como Escuchar para ser no he visto ningún otro manual. Es alucinante cómo pueden tan pocas páginas encerrar tanta sabiduría. Al leerlo, uno al principio se descubre, pero luego directamente se arrodilla. No es pasión de discípulo; Jalics es, sencilla y llanamente, el mejor maestro de escucha. Por eso, probablemente, fue también un gran meditador. Los dos viajes, el de escuchar a los demás y el de escuchar a Dios, le condujeron al mismo punto: la luz.
Yo vi su luz, tuve esa suerte, esa responsabilidad. Al tenerlo frente a mí, tuve la certeza de que el silencio lleva a la luz, y mi vida quedó marcada por ese binomio. Más aun, tengo la certeza de que en mi encuentro con él recibí lo que en la jerga espiritual se conoce como la transmisión. Porque hay actos de transmisión más o menos formales, como el reconocimiento del satori o kensho de un discípulo zen por parte de su maestro, o como la misma ordenación sacerdotal, que en cierto sentido también es un ritual de transmisión. Sé positivamente que esa transmisión me la dio Jalics durante los ejercicios que hice con él, y prueba de ello es que, desde entonces, mi vida ha dado un vuelco y ha quedado partida en dos. ¿Cómo lo hizo? Es fácil decirlo. Me escuchó. Creyó en mí.
Lo único que necesitamos realmente es alguien que de veras nos escuche y crea en nosotros. Esa es la fuerza de lo que Franz Jalics llama la autonomía personal. Podemos amar cuando nos sentimos amados. Podemos empezar a ser cuando alguien se pone ante nosotros y sencillamente es. Jalics realmente fue, por eso todavía es. El ser no se acaba. Jalics está vivo.