En uno de los poemas más prodigiosos del siglo XX en lengua española, Miguel Hernández entablaba una conversación con el alma de un amigo muerto a destiempo y, en dos endecasílabos perfectos, le confesaba la intensidad de su tristeza. «Tanto dolor se agrupa en mi costado / que por doler me duele hasta el aliento». A mí también, como a mi paisano Miguel de Unamuno, me duele España, y esta aflicción se me agrava cuando llegan noticias de lo que algunos desertores de nuestra civilización pueden llegar a perpetrar contra ella. En estos días en los que se conmemora el 500 aniversario de la fundación de San Juan, capital de Puerto Rico, el aquelarre antiespañol se ha oficiado en la españolísima isla, donde la estatua de Juan Ponce de León, primer gobernador del territorio y descubridor de Florida, ha sido derribada con saña, siguiendo el guion iconoclasta y la furia indigenista que inundó las calles y parques de Estados Unidos hace un par de años. Si no fuera porque cualquier energúmeno solitario puede buscar publicidad con tamaño vandalismo, se me encogería el alma pensando que la población puertorriqueña, defensora como nadie de la tradición española, había perdido la cabeza. Lo mismo que la estatua decapitada en San Juan.
«Mi patria es mi infancia», escribió Rilke, y a la mía pertenecen algunos ritmos hispanoamericanos como el bolero, con el que mi padre quería enseñar a su numerosa prole que las dos orillas del Atlántico tenían parecida forma de ser y padecer, y hasta de dirigirse a Dios. Lamento borinquiano es un tema que han interpretado decenas de cantantes de medio mundo en el que un jibarito, icono del humilde campesino puertorriqueño, sueña con mejorar su situación y se deshace en requiebros hacia Borinquen, nombre ancestral de la isla amada. Hoy somos muchos ciudadanos los que sentimos en carne propia las heridas que el revisionismo necio y canalla dictado por inquisidores y talibanes posmodernos está causando en el cuerpo de la mejor historia de España, la que trasvasó la lengua de Cervantes que América dulcificaría, la que compartió el Renacimiento europeo y la que, cuando aún no había llegado la Ilustración, se preguntaría por las cuestiones morales que debían regular la aventura colonial.
Tras la atrocidad de la Guerra Civil los novelistas maduros, la generación del 27 casi al completo, los historiadores consagrados, los estudiosos de la lengua, los músicos, los poetas… se fueron de España, pero su voz no se apagó en el exilio. Fue Puerto Rico, junto con México, el país hispanoamericano donde más se pronunció el nombre de nuestra patria con la avidez desolada de quienes sabían que iban a morir sin volver a verla; donde se escribieron los versos que más nos conmueven y sacuden nuestra desorientada conciencia nacional. No podía ser de otra manera, porque entre quienes se marcharon abundaban los que habían combatido decididamente por sostener su compromiso con una lengua, con una herencia cultural y con la realización histórica de España.
Todos aquellos compatriotas nuestros transterrados empuñaron el amor a España hasta el final de sus días, deseando recuperar la fuerza de la historia y el vigor de una cultura que había de seguir creciendo en su país de acogida. Movidos emocionalmente entre su nostalgia y su rencor, nunca dejaron de proclamar su pasión difícil por su tierra natal, a la que ofrecieron con sus mejores poemas la voz escindida e irrepetible de una nación rota. Palabras de reproche a la patria amada, palabras que recuestan su llanto en el vientre de España.
Con motivo del 80 aniversario del exilio republicano, las autoridades académicas puertorriqueñas celebraron la irrupción en su país del excepcional impulso literario aportado, entre muchos otros, por Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén o Pedro Salinas, y festejaron la gloria de una lengua hecha lengua hispana por la fragua de acentos y los sueños de todo un continente expresados en ese idioma. España, la añorada, alimentó sus versos con la rotundidad de la belleza, mal que les pese a quienes pretenden convertirlos en apátridas o en compinches líricos de una estrategia antinacional. Si antes de la Guerra Civil Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez habían buscado en el paisaje de nuestro país la metáfora de la nación entera, el autor de Platero y yo, al refugiarse en Puerto Rico, se verá como un habitante del mar en un barco llamado Isla de la simpatía, que asociará con los lugares de su infancia al sentirse frente a ellos, solo separados por el océano. Asimismo, el gozo y la insatisfacción permanente del amor, el hallazgo entusiasta de existir a través de otro, la «alegría de vivir sintiéndose vivido», breviario afectivo de generaciones enteras de españoles deudoras de Pedro Salinas, acompañaron siempre a este poeta que posó su última mirada lírica sobre el mar de Puerto Rico.
Pau Casals, uno de los mejores violonchelistas de todos los tiempos —que convirtió en himno de la España peregrina una canción catalana nacida de un villancico—, declaró en múltiples ocasiones que sus años vividos en Puerto Rico fueron los más felices y productivos de su vida. Al oír el Cant dels ocells se nos hace un nudo en la garganta, pero nos lo desata, rápidamente, un sentimiento de indignación al comprobar que la leyenda negra sigue haciendo estropicios, culpabilizando a España de todas las dolencias de América. Es como si hoy un soriano desconsolado ante Numancia se obsesionara en culpar a los romanos de todos sus males.